El incremento de los conflictos sociales, el aplazamiento de los tiempos de ejecución y la inflación de los costos de las obras son hoy la peor amenaza y, a la par, el principal desafío a la rentabilidad de los proyectos del sector de la infraestructura en México. A vuelapluma, el balance dista de ser halagüeño. A lo largo y ancho del país, existen indicios públicos de por lo menos 200 megaobras de infraestructura en curso, que movilizan una inversión superior a los dos mil millones de pesos, cuya sostenibilidad es incierta ante la oposición y el reclamo activos por presuntas violaciones a los derechos humanos y de propiedad de quienes se asientan en las zonas de influencia directa.

Las diferencias al interior del sector de infraestructura son palpables. Hacia 2017, llaman la atención los más de 100 proyectos del ramo energético con atrasos y obstrucciones imputables a conflictos sociales; y es que, por paradójico que parezca, el boom ocurrió en el entorno de la aplicación obligatoria de las evaluaciones de impacto social –EVIS– introducida por la reforma de 2014, que es donde se sustenta el fortalecimiento de las capacidades organizacionales de prevención y solución. Hacia el período de 2020-2022, una treintena de obras carreteras muestran una evolución similar a las energéticas enunciadas anteriormente: obstrucciones por conflictos sociales que desbordaron sus capacidades de gestión, en medio de un factor agravante: la renuencia de los “camineros” a practicar las EVIS y, en general, a ajustar sus modelos de negocio a las buenas prácticas internacionales de la responsabilidad social corporativa, situación que responde al fuerte arraigo en México de muchas décadas en cuanto a la forma de ejecutar las obras en general.

Las experiencias de los proyectos de los trenes Maya y México-Toluca, que en conjunto movilizan alrededor de 250,000 MMXN (doscientos cincuenta mil millones de pesos), por desgracia, enclavan en el mismo síndrome: obras con conflictos comunitarios, atrasos y encarecimiento crecientes. Comparativamente, se sabe menos del ramo de la construcción inmobiliaria, si bien existen indicios de que los desarrollos, sobre todo en las zonas de mayor densidad urbana, están siendo objeto de fuertes disputas por afectaciones al suministro de los servicios públicos, los usos de suelo y la saturación vial. Por su parte, las iniciativas aeroportuarias de Atenco y Texcoco, ambas truncas y de miles de millones de pesos, dieron muestras fehacientes de las resistencias comunitarias a los cambios de alto impacto y las capacidades limitadas de los promoventes para superarlas, debieran servir de alarma al proyecto del aeropuerto de Tulum, que contempla una preinversión superior a los 163,000 MMXN (ciento sesenta y tres mil millones de pesos). Finalmente, el inminente proyecto del corredor feroviario del Istmo de Tehuantepec y la ampliación del Puerto Manzanillo involucrarán obras portuarias con inversiones superiores a los 30,000 MMXN (treinta mil millones de pesos), que hacen vislumbrar impactos socio-ambientales considerables y altas probabilidades de conflicto.

En suma, diferencias aparte entre las ramas de la infraestructura, el común denominador es un presente sombrío y, de no intervenirse inmediatamente con inteligencia y determinación, un futuro plagado de amenazas. En un escenario que hace confluir a los constructores con agentes e intereses tan diversos, agencias gubernamentales de derechos de vía, medio ambiente, procuradurías, comunidades, concesionarias, grupos de interés, organizaciones de la sociedad civil, etc., resultan inaplazables las preguntas acerca de ¿a quién le concierne resolver los conflictos sociales? y ¿quién ha de costear las soluciones?

En el marco descrito, y al extremo, el dilema para los inversores y/o constructores es, o replegarse ante los conflictos comunitarios y hacerse de una buena estrategia para controlar los daños urgentes; o echarse hacia adelante con miras a forjar una relación de “buena vecindad en el largo plazo”, anclada en la construcción de valor compartido y un obrar socialmente responsable. Al respecto, quizás, la cuestión más complicada es desechar el entender falaz de que la empresa maximiza sus ganancias destinando menos recursos a los asuntos comunitarios y abrirse al horizonte de posibilidades de la inversión social, esto es, de la promoción de emprendimientos sostenibles de desarrollo comunitario, cuya vocación de largo plazo se liga íntimamente al bienestar de las sociedades adyacentes a los proyectos.

En este plano, como en el común de las cosas de este mundo, la sabia lección del riesgo social se sintetiza en el adagio popular “más vale prevenir que remediar”. A ojo de buen cubero, se antoja muy poco factible falsear un par de presunciones relevantes: una, que las empresas inversoras y/o constructoras estarán cada vez más obligadas a superar su aversión irracional a invertir en el cálculo y gestión del riesgo social; y la otra, que las pérdidas por el mal manejo de los conflictos comunitarios superan con creces los costos de una estrategia sostenible de inversión social de largo plazo.

De cara a un entorno tendencialmente más conflictivo y amenazante de la rentabilidad del negocio, apenas y hace falta insistir en la falsedad del dilema invertir o no invertir en un instrumento para gestionar el riego social. Más relevante que ello resulta la pregunta sobre el monto óptimo de los recursos a destinar. Hay quienes piensan que la clave de una buena respuesta estriba en un ejercicio de benchmarking entre oferentes de los servicios de evaluación de impactos y mediación de conflictos Sin menoscabo de la utilidad de las comparaciones, el enigma crucial para cada empresario es, ¿cuántos recursos estoy dispuesto a destinar en la sostenibilidad social de la empresa, dada la magnitud de la inversión realizada?

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Francisco Bedolla Cancino
Invitado del Subcomité de Carreteras del Comité de Infraestructura del Transporte

Héctor Lases Mina
Miembro del Subcomité de Carreteras del Comité de Infraestructura del Transporte

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