Por: Esteban Figueroa Palacios
La infraestructura es considerada como la columna vertebral de la actividad económica y un factor fundamental para el bienestar de la sociedad. La construcción de sistemas de drenaje en las ciudades a partir de finales del siglo XIX, por ejemplo, ha contribuido en la misma medida a la reducción de la mortalidad de la población mundial que el descubrimiento de la penicilina, con la diferencia de que el drenaje evita las enfermedades y la penicilina las cura cuando ya están presentes, lo que significa un mayor costo social.
No se puede poner en duda la necesidad de expandir la infraestructura en la medida que la población crece o que se demanda elevar el nivel de bienestar de la sociedad. Esta necesidad es más urgente en países, como el nuestro, con una proporción importante de su población en condición de pobreza, en la que la necesidad no es de mayor bienestar sino de satisfactores básicos para una vida digna.
A pesar de estos argumentos que parecen contundentes, cuando se planea y proyecta una obra de infraestructura surgen grupos de la sociedad que manifiestan su oposición o su desacuerdo con la forma en que se propone resolver una necesidad social. Estas manifestaciones eran raras hace 20 o 25 años. La razón probable es que la sociedad vivía en un sistema democrático formal, pero en la práctica, bajo gobiernos que ejercían una autoridad impositiva. Parece coincidir la práctica real de la democracia con el despertar de la sociedad para alzar la voz en aspectos de la vida pública que le interesan.
Los planificadores de proyectos de infraestructura han debido entender el tránsito de lo que en planeación se conoce como enfoque normativo a otro participativo. Hasta finales del siglo XX, los tecnócratas imponían la norma que a su juicio experto era lo que convenía a la sociedad y cualquier crítica que se hiciera a su plan o proyecto estaba basada en percepciones y no en conocimientos técnicos. Este enfoque dio resultado en un país cuyos ciudadanos, pobremente informados, entendían, por una parte, que se requerían esas obras y, por otra, que no había un espacio democrático para opinar y menos aún para oponerse.
El enfoque participativo supone el reconocimiento de los tecnócratas de que ellos sólo pueden proponer opciones de solución a los problemas que la infraestructura pretende resolver y que éstas deberán someterse, en un ejercicio democrático, al escrutinio de los grupos sociales interesados en el plan o proyecto, entendiendo que las opiniones surgen no del conocimiento técnico necesariamente sino del sentido común de los ciudadanos, que con frecuencia aportan ideas creativas y por ello sorprendentes.
Pero recibir la opinión de los ciudadanos constituye un reto para los promotores de los proyectos. Debe escuchar a una sociedad que está más informada que nunca en la historia, pero, al mismo tiempo, más influenciada por intereses no siempre legítimos. El uso manipulador de las redes sociales, por ejemplo, puede crear un ambiente de rechazo irracional a un proyecto útil. Es necesario, por ello, diseñar métodos de participación que procuren aislar a los ciudadanos de influencias interesadas, proveerle información relevante y objetiva del proyecto y crear los canales adecuados de diálogo con ellos.
La difusión del proyecto se puede ahora hacer a través de los medios electrónicos, empleando información verbal y gráfica, diseñada cuidadosamente para que, por una parte, se trasmitan efectivamente las características del plan o proyecto y, por otra, la información sea accesible a cualquier miembro de la sociedad.
Más compleja es la creación de los canales de diálogo con los ciudadanos. En muchas partes del mundo, incluido México, se recurre a las audiencias públicas. En varios municipios importantes del país existen Institutos Municipales de Planeación (IMPLAN), que operan con cierta autonomía del ejecutivo y conducen, en muchos casos con gran eficiencia, consultas ciudadanas. Pero como complemento a estas audiencias, a las que evidentemente no pueden acudir todos los ciudadanos interesados, es conveniente crear medios de comunicación electrónicos que no sólo reciban opiniones sino que también detonen un diálogo con el ciudadano, de manera que éste perciba que es escuchado.
El resultado de la planeación participativa no es plenamente satisfaciente, por la propia naturaleza diversa y, en muchos países como el nuestro, profundamente desigual de la sociedad. Habrá muchos grupos que sientan que sus opiniones no fueron escuchadas y esto es natural y constituye la fortaleza y debilidad de cualquier ejercicio democrático; en esta etapa, es tarea de concertadores profesionales convencer, y a si es necesario compensar, a los ciudadanos no satisfechos. La tarea de los técnicos es enriquecer el plan o proyecto con las ideas recibidas y, si las condiciones físicas, tecnológicas y financieras lo permiten, modificarlo para atender necesidades no consideradas inicialmente.
En un alcance mayor, se requiere que los proyectos sean juzgados en sus etapas previas a la ejecución, antes aún de someterlo al escrutinio público, mediante un órgano ciudadano, con representantes de la sociedad especialistas en las materias que involucra un plan o programa de infraestructura, del que se deriven proyectos que, con carácter vinculante, se ejecuten trascendiendo los períodos de gobiernos y queden exentos de intereses políticos que conducen a invertir en proyectos poco eficientes o, en muchos caso, inútiles.