Hipólito me esperaba sentado en una silla blanca de plástico, en uno de los corredores de la cárcel de Mil Cumbres, ubicada a las orillas de Morelia, Michoacán. Tenía poco de haber sido encarcelado, no se le notaba incómodo o nervioso. Eran los primeros días del 2015. Vestía pantalón beige y una playera blanca, como el resto de los reclusos, pero se diferenciaba por los huaraches y su clásico sombrero de palma. Estaba claro que había ciertas concesiones.

—“Bienvenido a mi nueva casa, ¿te gusta?”, preguntó con una carcajada, mientras nos saludábamos. “Te hubiera encargado que me trajeras un teléfono porque esta chingadera ya casi no sirve, apenas y pude contestarte”, mientras me mostraba un golpeado Nokia gris, de los que tenían el famoso juego de la viborita.

A Hipólito lo conocí dos años atrás en la cobertura por el surgimiento de las autodefensas. Nos volvimos a encontrar en la cárcel porque yo preparaba un perfil sobre Alfredo Castillo, Comisionado para la paz en Michoacán, enviado por Enrique Peña Nieto. “El virrey” era un personaje polémico, poco querido. Solo sus cercanos, amigos o rivales, podrían pintarlo de cuerpo entero. Hipólito entraba en esa selecta lista. Unos días lo apreciaba, otros días no.

—“Estoy aquí preso para poder seguir vivo, porque si me quedaba allá afuera me iban a chingar, las cosas están muy calientes y ese es un acuerdo al que llegué, ya funcionó antes”.

Hipólito entró el 27 de diciembre de 2014 por segunda vez a esa prisión. Apenas 13 días antes le habían matado a su hijo mayor, Manolo Mora, en un enfrentamiento. Un integrante del grupo rival, perteneciente a las filas de Luis Antonio TorresEl Americano”, saltó a su casa en La Ruana. Manolo disparó sin puntería. Recibió la misma dosis y murió. Ese episodio desató un enfrentamiento que dejó 11 personas muertas de ambos bandos. Las autoridades recogieron más de mil cartuchos.

Después de varios días de negociación, Hipólito y 26 personas más aceptaron entregarse. El pueblo le organizó una comida de despedida y 80 personas lo acompañaron caminando a la cancha de futbol de La Ruana. Ya lo esperaba un helicóptero de la Marina para trasladarlo a Morelia. Dos días después también se entregó “El Americano” y lo enviaron a la misma cárcel. Pocos supieron la historia, pero ambas partes pactaron la paz en la noche de año nuevo, con una cena que incluyó platillo especial. Un negociador les había mandado un guajolote para celebrar.

—“Para que veas que la cárcel sirve de algo, muchacho. ¿Pero qué quieres de tomar? ¿Una caguama? Aquí está la tiendita, a mí sí me venden, aunque esas están re caras”.

Le agradecí el gesto y la rechacé. Hipólito, atento, mandó a comprar un par de Pepsis y me describió a su Michoacán ideal. Ese que nunca alcanzó a ver.

Stent:

En la lógica, Ricardo Monreal sería el candidato de Morena al gobierno de la Ciudad de México. En el partido crece la idea de que solo una mujer les puede garantizar el triunfo: Clara Brugada. Sus garantías son el voto de Iztapalapa y la operación de Martí Batres.

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