Celaya, Ciudad Juárez, Guadalajara o Tijuana. Lugares que, desde la semana pasada, han recordado a la ciudadanía el reto más difícil, complejo y doloroso del México contemporáneo: los altos índices de violencia criminal. Gobiernos de distintos partidos, así como legislaturas con diferentes mayorías, han enfrentado el flagelo con mayor o menor eficacia relativa, pero la realidad es que, a pesar de los esfuerzos, aún estamos lejos de resolver el problema.
Probablemente esto se deba a dos tendencias que se observan en la discusión pública: por un lado, la estridencia y, por el otro lado, la minimización. Ni una ni otra ayudan a concretar el primer paso necesario para construir seguridad: comprender a profundidad la violencia y su posición en la sociedad.
Por fortuna, hay especialistas que han dedicado su trabajo intelectual a dar pasos en esta dirección. Fernando Escalante, Claudio Lomnitz, Natalia Mendoza, Sandra Ley o Eduardo Guerrero son sólo algunos de ellos. Su trabajo constituye un verdadero faro para acercarnos al buen puerto del entendimiento. La evidencia apunta a que es necesario comprender mejor al menos cuatro aspectos de la violencia en México, con el fin de concentrar adecuadamente la acción estatal.
Primero: la violencia no es un fenómeno externo a la sociedad mexicana, sino que ocupa una posición dentro de ella. Son varias las comunidades locales donde ésta juega un papel no menor en las relaciones sociales, que no siempre se basan en la legalidad; por lo tanto, cada episodio de violencia observado tiene su propia lógica y circunstancias, que requiere instituciones ad hoc.
Segundo: la atención a las lógicas locales implica pensar que es necesario abandonar el falso dilema de la disuasión o la prevención. No se trata de priorizar una u otra, sino de integrarlas correctamente, junto con la expansión urgente de las capacidades del Estado para brindar servicios, procurar justicia, aplicar la ley. Este tema, claramente, no se agota en programas sociales o corporaciones de seguridad: se necesita eso y mucho más.
Tercero: el carácter local de la violencia señala tanto la incapacidad para erradicarla, como la obligación estatal de controlarla al máximo. En este sentido, es necesaria una división del trabajo más eficaz para los ayuntamientos, los estados y el gobierno central. La pacificación del territorio mexicano no pasa por una ocupación permanente de las fuerzas federales, sino por la reconstrucción del orden legal desde las instituciones pensadas para cada orden de gobierno.
Cuarto: la insistencia en la civilidad de la fuerza, pues la militarización de la seguridad crea sus propias dinámicas violentas. Por supuesto que las acciones criminales contra la población civil demandan toda la fuerza del Estado; pero el uso de esa fuerza debe tener como fin último que los perpetradores enfrenten consecuencias legales, no el enfrentamiento al estilo castrense.
Si la violencia es el reto más apremiante del México contemporáneo, entenderla apropiadamente es crucial para toda la clase política. En este sentido, ni la estridencia ni la minimización son parte de la estrategia que requiere el país. México necesita una discusión con altura de miras. El tiempo se agota.
Senadora de la República (@ruizmassieu)