En 2021, la violencia en México ha crecido todos los meses. Tan solo en los primeros cinco meses del año, más de 14 mil 500 personas fueron víctimas de homicidio doloso; es decir, un promedio de 96 asesinatos diarios.

La semana pasada, masacres en ciudades como Reynosa, Salvatierra y Zacatecas mostraron la crueldad desmedida que ha alcanzado la violencia de los delincuentes. En Aguililla, Michoacán, se ha evidenciado el poder que tiene el crimen organizado en algunas regiones: un conflicto entre cárteles mantiene a toda una población como rehén, sin servicios básicos como la electricidad, con cada vez más desplazados y sin que las autoridades puedan reestablecer el orden.

En este contexto, resulta evidente que la actual estrategia de seguridad no ha dado los resultados esperados. La tasa de homicidios no se ha reducido significativamente, y en todo caso se ha llegado a estancar en niveles altísimos. Desde 2018, cada año ha impuesto récord como el más violento del que se tenga registro; todo indica que el presente año no será la excepción.

La situación no es nueva, ha persistido durante los últimos años en prácticamente todo el país. Sin embargo, algunas realidades sí lo son. Por ejemplo, hace varios años México era principalmente un país de trasiego de drogas; mientras que ahora es crecientemente un país de consumo: ello crea incentivos para que el crimen organizado pase de buscar controlar sólo las rutas de trasiego a tratar de imponer su hegemonía en territorios completos, que ven como mercados locales.

El actual gobierno ha dado continuidad a uno de los pilares de la estrategia vigente desde hace más de una década: el despliegue territorial de las Fuerzas Armadas para respaldar a las policías civiles en las tareas de seguridad pública. Recientemente se anunció la intención de adscribir la Guardia Nacional a la Secretaría de la Defensa Nacional (Sedena): una propuesta que no plantea ningún cambio de fondo en la estrategia.

Hace dos años, uno de los principales resultados de la reforma constitucional que creó la Guardia Nacional fue haber establecido su naturaleza civil. No obstante, en la práctica se ha pasado por alto el mandato constitucional: más de 75% de los efectivos de la Guardia provienen del Ejército o la Armada; el requisito de regular la acción de las Fuerzas Armadas en tareas de seguridad pública se burló con un Acuerdo sin precisiones para el actuar de los elementos militares.

La violencia en nuestro país nos exige un giro de timón en la estrategia. La seguridad ciudadana es una responsabilidad del Estado mexicano, que está por encima de agendas partidistas o periodos de gobierno. El nuevo equilibrio político del país, resultado del proceso electoral, nos ofrece la oportunidad de concurrir a un amplio acuerdo nacional, en el que las autoridades en los tres órdenes de gobierno, junto con la sociedad civil, podamos construir la estrategia de seguridad que México necesita.

Como punto de partida, pongo sobre la mesa algunas líneas generales: transitar hacia un enfoque preventivo; fortalecer las capacidades de las policías locales; hacer más eficientes los procesos de procuración e impartición de justicia; y, sobre todo, consolidar, de una vez por todas, una institución policial nacional verdaderamente civil, que permita a las Fuerzas Armadas retomar sus funciones constitucionales en el corto plazo.

El diagnóstico es claro. Es momento de dialogar para construir una solución.

Senadora de la República

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