En pocos días, dos hechos encendieron las alertas para recordarnos la fragilidad de la libertad de expresión en nuestro país. El pasado 28 de julio, mis compañeras y compañeros de páginas en El Universal firmaron una carta –que suscribo sin reservas– en defensa del pensamiento libre, como respuesta a los constantes ataques que, desde el poder público, pretenden deslegitimar a las voces críticas propias de una sociedad plural y necesarias en un Estado democrático.
Este lunes, un grupo del crimen organizado amenazó a la periodista Azucena Uresti, así como a Milenio, Televisa y a esta misma casa editorial, por su cobertura de la violencia en el estado de Michoacán. Este ataque directo contra la libertad de expresión, difundido con tanta publicidad y soberbia, sólo puede entenderse por la percepción de total impunidad que tienen los delincuentes. Desde aquí, expreso toda mi solidaridad con Azucena y con todas y todos los comunicadores que trabajan en los medios aludidos en aquella cobarde intimidación.
En México, la libertad de expresión es una conquista muy reciente, y por tanto aún muy precaria; es un derecho firme en la letra de la ley, pero cada vez más atacado y deslegitimado en nuestra convivencia cotidiana. Esta realidad es mucho más cruda en los estados y municipios, donde históricamente los medios de comunicación y los periodistas cuentan con menos garantías institucionales y enfrentan mayores riesgos. Sin embargo, las estampas mencionadas evidencian que el asalto a la libertad de expresión está alcanzando incluso a medios y comunicadores nacionales.
Una primera amenaza proviene desde el poder público, y se trata de un fenómeno global. En efecto, el ascenso de gobiernos populistas ha significado, incluso en países democráticos, una campaña inédita en tiempos recientes contra la libertad de expresión. Desde las descalificaciones y amenazas de Donald Trump en Estados Unidos o Bolsonaro en Brasil, hasta acciones abiertamente violentas, como el secuestro de comunicadores críticos en Bielorusia. Al mismo tiempo, los periodistas y comunicadores han demostrado ser la primera línea en la defensa no sólo de la libertad sino de la democracia en su conjunto, como recientemente hemos visto en Cuba.
Pero los riesgos no sólo provienen de los gobiernos, sino desde la misma sociedad. Hoy, en nuestro país hay un empobrecimiento del debate público, que se ha hecho más estridente pero menos sustancioso. Sin duda, es legítimo y necesario defender las convicciones políticas con pasión; pero mucha gente parece confundir la contundencia de un argumento inteligente con la violencia para tratar de humillar, silenciar o destruir al interlocutor.
La democratización de la opinión pública, gracias a las redes sociales, ha tenido la virtud indiscutible de incorporar a mucha gente al debate político y abrir multiplicidad de fuentes de información sobre todo tipo de temas. Sin embargo, también ha exacerbado vicios como la desinformación, el acoso y la violencia que permite el anonimato, y que puede alcanzar verdaderos niveles de linchamiento.
Finalmente, la expresión libre también se ha convertido en un objetivo para la delincuencia organizada, que pretende acallar a quienes denuncian la crueldad de su violencia o la impunidad con la que operan. El caso de Azucena Uresti es tan sólo una muestra de una realidad diaria para muchos medios locales, que viven bajo una amenaza permanente de los criminales.
Los riesgos son tan reales como sus consecuencias. En 2020, México fue el país del mundo más peligroso para ejercer el periodismo, de acuerdo con el informe de Reporteros Sin Fronteras. Desde diciembre de 2018, 43 periodistas han sido asesinados en el país, según datos de la Secretaría de Gobernación.
En este contexto, defender la libertad de expresión resulta, más que una convicción, un deber. Por supuesto, el Estado mexicano tiene la responsabilidad de garantizar las condiciones para que las y los periodistas ejerzan su labor en libertad, sin que ello implique arriesgar su integridad o incluso su propia vida.
Desde la ciudadanía, debemos asumir el compromiso de reivindicar la palabra como vehículo de expresión, de contraste y de debate de ideas en una sociedad democrática. Debe ser el diálogo, nunca la imposición, la herramienta para construir soluciones a los problemas compartidos. Y debe ser la palabra, nunca la violencia, el medio para defender nuestras convicciones en el debate público. Esa es la esencia misma de la convivencia armónica en una democracia. Hoy más que nunca, reivindicar la palabra es defender la libertad que tenemos para expresarla.