Los Estados que han avanzado hacia la consolidación de un sistema de justicia eficaz tienen como característica común el respeto irrestricto a los derechos humanos y, por ende, al debido proceso. Esto implica, forzosamente, que quien es imputado por una conducta delictiva sea juzgado con apego a dos derechos fundamentales: la libertad personal y la presunción de inocencia.

En México, la realidad es muy diferente. Según el INEGI, las personas privadas de su libertad, pero que se encuentran sin sentencia o bajo una medida cautelar, son alrededor del 40%. Esta cifra es alarmante, pues se trata de miles de personas cuya culpabilidad no está demostrada. Es tiempo de revisar una de las principales causas de esto: la llamada prisión preventiva oficiosa (PPO). Esta medida busca evitar que, ante un riesgo comprobado, la persona imputada evada la justicia o afecte la investigación; sin embargo, también abre la puerta a que sin una razón justificada se le prive de su libertad. Esto afecta de forma más cruda a los más pobres, quienes no pueden pagar una defensa legal adecuada.

Con la reforma penal de 2008, el modelo de impartición de justicia en México experimentó un cambio positivo y crucial: pasó de ser inquisitivo y escrito a acusatorio y oral. Con ello, se reconoció en la Constitución el principio de presunción de inocencia, mientras que la PPO dejó de ser recurrente, para convertirse en una excepción. Sin embargo, esto se distorsionó en 2019, con la aprobación de una reforma que amplió el número de delitos sujetos a PPO, bajo la premisa de que se reduciría la incidencia delictiva. Sin embargo, esta medida cautelar se convirtió, de facto, en un eje de la narrativa sobre el combate al crimen: recluir a quien se le imputa haber delinquido, pero sin justificarlo en el análisis de su riesgo para la sociedad.

La realidad es que la PPO, lejos de acercarnos a la consolidación de un Estado de derecho, merma la esencia misma de la justicia. Por eso es relevante que, en febrero pasado, la Suprema Corte de Justicia de la Nación determinara que se puede revisar la PPO cuando su duración haya rebasado dos años, al considerar que restringía profundamente el derecho a la libertad. La decisión del máximo tribunal fue resultado de una interpretación constitucional, a la luz de la protección de los DDHH.

Nuestra Constitución, junto a los tratados que México ha suscrito y a los que está obligado jurídicamente –por ejemplo, el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos– establecen explícitamente que la prisión preventiva debe ser una medida excepcional. Por ello, es incomprensible que permanezca vigente esta perspectiva de “populismo penal” en nuestro sistema de justicia, que vulnera los DDHH y, como se dijo, afecta desproporcionalmente a sectores de suyo vulnerables.

Frente a esta realidad, hace unos meses presenté ante el Pleno del Senado de la República una iniciativa para suprimir la PPO en el texto constitucional. No somos los legisladores quienes debemos establecer, de forma sumaria, cuándo aplica esta medida cautelar, sino el ministerio público, con argumentos y elementos probatorios, así como el juez, ponderando el caso específico conforme a las circunstancias. Sólo bajo este proceso, dicha medida podría considerarse verdaderamente excepcional. Para quienes legislamos y para quienes aplican la ley, el más alto principio debe ser el respeto a los derechos reconocidos en la Constitución. En la consolidación de nuestro sistema de justicia, esta premisa es toral.


Claudia Ruiz Massieu
Senadora de la República


 

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