México es el segundo país más peligroso para ejercer el periodismo. Sólo nos supera Afganistán, una nación que acaba de salir de 20 años de ocupación militar y que hoy está controlada por grupos terroristas. Ese es el tamaño de nuestra tragedia (reporte de Campaña Emblema de Prensa, 2021).

La violencia que sufre el gremio periodístico es cotidiana y creciente, desde campañas de linchamiento en redes sociales hasta amenazas de muerte, incluso contra sus familias, con el objetivo de silenciar opiniones incómodas, así como noticias o investigaciones que tocan intereses poderosos, como casos de corrupción o actividades del crimen organizado. En el extremo está el asesinato. En lo que va del sexenio han matado a 52 periodistas; tan sólo en este joven año de 2022 ya van cinco crímenes de este tipo.

Por supuesto, esta situación no inició en 2018, pero sí se ha intensificado en años recientes. En parte, porque se minimiza el problema. Cada vez que atacan o incluso matan a un periodista, lejos de expresarse empatía, una condena enérgica o mucho menos acciones contundentes, la respuesta de las autoridades encargadas de su protección es imprecisa y titubeante.

Ahora, los periodistas ya no sólo deben cuidarse de los delincuentes, sino que deben sortear los reiterados ataques que sufren desde los espacios oficiales. Sin prueba alguna, frecuentemente se acusa a los comunicadores que reportan los fallos de la clase política, que critican la discrecionalidad en el ejercicio del gasto público, o que exhiben los abusos de algunos funcionarios.

Es notable que esta animadversión ha llegado a tal punto que los señalamientos no distinguen ya entre perfiles ni trayectorias. Medios y periodistas que han sido críticos y que han cubierto e informado rigurosamente, y sin importar quién detente el poder, son ahora estigmatizados y defenestrados públicamente.

En México es innegable el clima de violencia contra el periodismo, impulsado por la indiferencia y la impunidad. Desde los trolls en redes sociales hasta los sicarios en las calles, el mensaje es claro: se puede acosar, agredir y hasta matar periodistas sin que haya una consecuencia. Y si esta realidad alcanza hasta comunicadores de fama nacional, la situación es mucho más crítica para los periodistas locales, no conocidos en lo nacional, quienes hacen un trabajo valiente pero sumamente peligroso, sin redes de protección institucional suficientes que los amparen.

Al asesinar a un periodista no se mata la verdad, pero se acaba con quien es capaz de traerla al centro de la conversación pública. No hay democracia donde no hay libertad de expresión, acceso a la información y la posibilidad de auditar y cuestionar al poder. Una democracia sin periodistas no sobrevive. Necesitamos urgentemente una dosis de indignación ante la violencia que vive este gremio que mueva a la acción, antes de que –por censura, intimidación o muerte– ya no quede quién investigue y cuente la verdad y vivamos permanentemente en el mundo de las mentiras oficiales.

Senadora de la República

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