Las instituciones públicas importan y deben evaluarse por su capacidad para brindar servicios a la ciudadanía, no por el protagonismo mediático de sus titulares ni por su afinidad con el gobierno. Abrir una llave y tener agua, contar con una alerta sísmica, o tener una credencial que nos permite identificarnos y votar, son servicios tan cotidianos que los tomamos por dados. Pero la operación de las instituciones requiere de ciertas condiciones: personal calificado, infraestructura y presupuesto adecuado. Sin todo eso, no funcionan.
Para el gobierno actual, no obstante, parece que las instituciones del Estado sólo sirven si sus titulares militan en su ideología (aunque dejen de lado el interés social); si elaboran datos halagüeños al poder (aunque la realidad sea otra) y si son “baratas” (aunque eso signifique disminuir su eficacia). Las que no cumplen estos requisitos son atacadas e incluso amenazadas bajo el argumento de que “la gente no sabe qué hacen”.
Esta lógica de gobierno plantea dos problemas centrales: uno político y otro público. Políticamente, el sometimiento (o destrucción) institucional genera una concentración excesiva del poder en detrimento de los pesos y contrapesos que mantienen a toda democracia. Esto ha ocurrido, por ejemplo, con la CNDH y la Comisión Reguladora de Energía. Ahora son preocupantes los ataques que ha recibido el INE, institución autónoma que, con el apoyo de la ciudadanía, garantiza la transición pacífica del poder político y la estabilidad de nuestro régimen democrático.
El segundo problema es que el debilitamiento institucional empobrece las capacidades del Estado, al quitarle personal, presupuesto y especialización técnica para servir a la población y empobrece también la calidad de los servicios que éste presta a la ciudadanía. Para que haya agua en las casas, por ejemplo, se requiere de la Comisión Nacional del Agua, la cual emplea a casi 13 mil personas para operar no sólo la infraestructura hidráulica, sino agencias como el Servicio Meteorológico Nacional.
La alerta sísmica, que literalmente salva vidas, es el resultado de una inversión institucional de décadas. Servidores públicos de diferentes administraciones y partidos han desarrollado el Sistema de Alerta Sísmica Mexicano, para conectar entidades federativas del centro y la costa oeste del país en una de las redes más exitosas del mundo. Este esfuerzo depende de que el Centro Nacional de Prevención de Desastres tenga todas las herramientas y capacidades para asegurar que el Sistema funcione y funcione bien.
La mayoría de las instituciones públicas no son famosas, y probablemente pocas personas saben cómo operan, pero sin ellas no habría servicios, ni se protegerían nuestras libertades ni se garantizarían nuestros derechos: desde el alcantarillado hasta la protección civil, pasando por lucha contra la discriminación, el cuidado de nuestros bosques y la preservación del patrimonio cultural. Hay que cuidar los recursos públicos, pero eso no implica debilitar las instituciones con la excusa de una austeridad mal entendida. Dice la sabiduría popular, a la que tanto apela este gobierno, que lo barato sale caro, y es muy cierto cuando se habla de construcción institucional.
Las instituciones de Estado deben, sobre todo, mantener su autonomía, su perfil técnico y responder a los ciudadanos, no politizarse ni someterse al gobierno. Para quienes se consideren verdaderamente liberales y demócratas, esta es una de las batallas que vale la pena dar.
Senadora de la República