En menos de una semana, nuestro país atestigua dos eventos fundamentales, históricos en más de un sentido, que ponen en entredicho el futuro de la justicia, los derechos humanos y la posibilidad de construir una salida de largo plazo a la violencia. El primero es el debate en la Suprema Corte sobre la convencionalidad de la prisión preventiva oficiosa en nuestro bloque de constitucionalidad; el otro fue la aprobación de una reforma en la Cámara de Diputados, cuya minuta ahora se encuentra en el Senado, que otorga el control operativo y administrativo de la Guardia Nacional (GN) en la SEDENA; es decir, la militarización oficial, legal y permanente de la seguridad pública.

De prevalecer, esta última medida cancelaría indefinidamente –quizá por varios sexenios–, la creación de una fuerza policial civil nacional. Probablemente también desincentivará la construcción de capacidades policiales estatales y municipales. Incluso, en sus términos actuales, la reforma deja ambigüedades legales para nuestras Fuerzas Armadas.

A su vez, la decisión de ampliar los delitos que ameritan prisión preventiva oficiosa (es decir, la privación de la libertad automática contra el acusado, sin justificación de un juez de control y antes de enjuiciar la conducta sancionada), exacerbaría los riesgos en materia de derechos humanos que implica la militarización de la seguridad.

La lógica sería avalar de antemano las detenciones, al elevadísimo costo de diluir la responsabilidad de la investigación y la evidencia. Especialistas como Alejandro Hope han mostrado que menos de 1% de las detenciones efectuadas por la GN en 2021 derivaron de “actividades de inteligencia”; sumemos a esto las bien conocidas fallas de las fiscalías al integrar investigaciones, así como el potencial uso político de la procuración de justicia.

Las detenciones en flagrancia y una figura jurídica que ahorra el trabajo de construir casos robustos para acusar a las personas, se conjugaron para dar pie a la “estrategia” de seguridad del gobierno, que coloca en sus antípodas a los derechos humanos que se buscaron proteger ante la Corte. El titular de Gobernación aseguró que expulsar a la prisión preventiva oficiosa de nuestro orden jurídico implicaría terminar con dicha estrategia (El Universal 26/08/2022).

La prisión preventiva también se ha vuelto un estandarte para la confrontación del oficialismo con la institucionalidad republicana. Específicamente, ante la falta de avances en seguridad del Ejecutivo, se quiere hacer creer que la culpa es del Poder Judicial, atacado repetidamente cuando disiente de la línea oficial. Lo trágico es que las consecuencias del paliativo ofrecido, la prisión preventiva oficiosa, serán pagadas mayoritariamente por las personas más pobres y marginadas, además de las mujeres; sectores que, revelan los datos, son los más afectados por esta medida.

Los acontecimientos de esta semana han planteado los términos del debate que se atisba sobre seguridad, con el trasfondo de normalizar el punitivismo y la militarización. No es casualidad que ambas políticas coincidan, pues son dos aspectos mutuamente complementarios de un proyecto que pretende alterar la estructura del Estado de derecho en el largo plazo. Desde los espacios legislativos y desde la sociedad civil organizada, es cada vez más urgente impedir, si ya no todo, sí en lo máximo posible, al menos el mayor daño.

Senadora de la República
@ruizmassieu

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