La crisis de desapariciones en México ha alcanzado niveles sin precedente. Según el Registro Nacional de Datos de Personas Extraviadas o Desaparecidas (RNPED), desde el 1 de enero de 1962 hasta el 13 de junio de 2023 se han registrado 110,980 personas desaparecidas y no localizadas en el país. Prácticamente 80% de los casos se concentra en los últimos 15 años. Y la tendencia va en aumento. Hoy se registra, en promedio, una persona desaparecida cada hora.

El drama que esconden estas cifras –superiores a las de regímenes dictatoriales o países en conflicto– no sólo constituye una de las mayores tragedias nacionales, sino también una de las principales deudas del Estado mexicano con la sociedad. Y uno de nuestros desafíos más urgentes ante la violencia de la delincuencia organizada.

En este contexto, los colectivos de madres de personas desaparecidas representan el símbolo más elocuente y doloroso de este pendiente histórico. Frente a las omisiones e insuficiencias de las autoridades, las madres buscadoras se organizan para desplegar brigadas en desiertos ardientes y parajes desolados, sin más herramientas que picos, palas y la esperanza de encontrar algún vestigio forense que les permita revelar el paradero final de sus familiares.

Como si su situación no fuera ya lo suficientemente grave, deben lidiar con autoridades poco receptivas o sensibles, y también con las constantes amenazas de los perpetradores de las desapariciones, quienes pretenden disuadirlas de continuar con su búsqueda para evitar que entre sus hallazgos exista alguna evidencia incriminatoria. No desisten aún ante el riesgo para su integridad e incluso su vida. El caso más reciente es el de Teresa Magueyal, quien fue asesinada el pasado 2 de mayo en Guanajuato. Teresa buscaba a su hijo José Luis Apaseo Magueyal, quien desapareció en 2020.

El martirio de las madres buscadoras es un grave recordatorio de la necesidad de interpretar la crisis de desapariciones no sólo como un asunto de seguridad pública o de acceso a la justicia, sino como una crisis de gobernabilidad, que demanda una acción coordinada de todos los sectores en todos los niveles. Y reconocer que, si no se fortalecen las capacidades del Estado para hacer frente a esta emergencia, no habrá voluntad política que sea capaz de solucionarla.

En este sentido, es importante reconocer avances como la implementación del Sistema Nacional de Búsqueda de Personas (SNB), la creación del Registro Nacional de Datos de Personas Extraviadas o Desaparecidas (RNPED) y la puesta en marcha del Mecanismo Extraordinario para la Identificación Forense (MEIF). Al mismo tiempo, es imposible ignorar decisiones gubernamentales como la eliminación del Fondo de Ayuda, Asistencia y Reparación Integral (FAARI), que garantizaba recursos para las víctimas de violaciones a derechos humanos por parte de autoridades federales o de delitos del orden federal.

Es impostergable construir los consensos que nos permitan diseñar las normas, crear las instituciones, desarrollar la infraestructura y garantizar la formación de personal calificado para atender todas las aristas de esta crisis. Por ejemplo, el reto de recuperar la identidad de las más de 52,000 personas fallecidas sin identificar en nuestro país. O la insuficiencia de agentes investigadores, especialistas y servicios periciales en las fiscalías, rebasadas ante la acumulación de carpetas de investigación.

Sólo con un acuerdo nacional, un andamiaje legal e institucional adecuado y recursos suficientes podremos comenzar a superar este oscuro episodio de la historia nacional. A las madres buscadoras no les ha fallado un gobierno o un partido, les ha fallado el Estado. Ya que nada podrá resarcir el daño, nuestra responsabilidad mínima es enfrentar la crisis con seriedad, sensibilidad y el compromiso de superar las insuficiencias, el abandono y la omisión que las han llevado a asumir la dolorosa tarea de encontrar a sus familiares.

Un compromiso que, desde mi trinchera, asumo como propio.

Senadora de la República

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