El emperador romano Marco Aurelio advertía en su obra clásica, Meditaciones, que hasta el mandatario más encumbrado hoy, mañana caerá en el olvido. Los gobiernos y los cargos son efímeros. Sin importar su popularidad, poder o resultados, todos los políticos son pasajeros.
Ante esta realidad, lo más valioso para un país, lo estable y duradero –aun cuando sean perfectibles– son las instituciones que construimos a lo largo de generaciones; por ejemplo, los sistemas de educación o de salud; la procuración de justicia o los mecanismos para enfrentar desastres naturales que, en el día a día, buscan resolver problemas concretos de la población y mejorar su calidad de vida.
Sin embargo, nuestro debate público está saturado y extraviado en analizar coyunturas irrelevantes y debates artificialmente inducidos: comentar hasta el hastío conferencias de prensa superfluas; especular sobre el juego sucesorio, con base en rumores y trascendidos, cuando la deliberación debería ser en torno a las políticas públicas y sus resultados. Así, los asuntos profundos y de largo aliento se pierden en medio del ruido mediático y el cansancio del público. Uno de ellos es el estado del sistema de salud.
La salud es una de las áreas más maltratadas en este gobierno: el cambio sin planeación del sistema de compras (de uno consolidado a otro centralizado) ha provocado desabasto –desde tratamientos oncológicos altamente especializados, hasta otros de uso masivo, como antidiabéticos. Los recortes presupuestarios provocan falta de infraestructura y personal; médicos del sector público, de por sí mal pagados, deben poner de su propio dinero para adquirir materiales para sus pacientes.
Muchas de estas decisiones se han tomado por capricho ideológico y político. Por ejemplo, el Seguro Popular se canceló porque fue creado por “gobiernos neoliberales”; pero su sustituto, el Insabi, resultó un fracaso que deja en el desamparo a millones de personas. En nombre de una supuesta austeridad, se eliminaron fondos como el de Protección contra Gastos Catastróficos, en detrimento de personas con padecimientos como cáncer, VIH/sida o enfermedades metabólicas.
De acuerdo con el último reporte del Coneval (2021), entre 2018 y 2020, más de 15 millones de personas dejaron de tener acceso a servicios médicos. En materia de vacunación, especialistas estiman que en algunas regiones del país –particularmente en zonas marginadas–, las inmunizaciones del esquema básico han disminuido hasta 70%, debido a la escasez de vacunas como la BCG (contra la tuberculosis) o la triple viral (contra el sarampión y la rubeola).
Un problema de fondo es que la destrucción institucional del sector salud no sólo afecta en lo inmediato: incluso si mañana llegara un nuevo gobierno –de cualquier partido o ideología– dispuesto a corregir el rumbo, la labor de reequipar instalaciones, reestablecer mecanismos de abastecimiento o inyectar más presupuesto, es un proceso que tardaría años en revertir el deterioro actual. Es decir, políticos efímeros están heredando una deuda casi permanente con la ciudadanía.
Lo más alto a lo que podemos aspirar quienes nos dedicamos al servicio público, no es a que se recuerde nuestro nombre, sino que nuestras acciones trasciendan y contribuyan a crear instituciones duraderas y útiles. Hoy, entre los múltiples problemas que aquejan a México, uno de los más relevantes para el futuro es revertir el daño al sistema de salud. Esto implica una voluntad política hoy inexistente, que no va a revivir a menos que surja una exigencia contundente que sume la voz de partidos, sociedad civil y ciudadanía. Los ciclos políticos tienen sus propios tiempos; en este momento, valdría la pena empezar a generar propuestas concretas, dialogar con expertos y acercarse a la ciudadanía en torno a este asunto urgente.
Senadora de la República
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