La renuncia de un ministro y el proceso de elección de la persona que ocupará la vacante en la Suprema Corte de Justicia de la Nación han mostrado la necesidad de reglamentar adecuadamente la función constitucional del Senado de la República en procedimientos como la elección de integrantes de órganos autónomos y jurisdiccionales, o la ratificación de nombramientos. Y, al mismo tiempo, han evidenciado la incertidumbre que amenaza la institucionalidad de los procesos parlamentarios.
En el Congreso de la Unión, prácticamente todos los procesos internos dependen –en mayor o menor medida– de acuerdos políticos en los órganos de dirección de cada cámara o al interior de sus comisiones. Esto se debe a que las reglas internas del parlamento mexicano están diseñadas con cierto margen de flexibilidad.
Durante mucho tiempo, el diálogo entre las fuerzas políticas permitió garantizar la certidumbre y la institucionalidad de los procedimientos parlamentarios. El diseño normativo presupone la existencia de una pluralidad política de convicción democrática. Una mayoría dispuesta a dialogar con las oposiciones para construir acuerdos, antes que atropellarlas para imponer su voluntad. Y oposiciones dispuestas a respaldar algunas propuestas de la mayoría sin demeritar sus propias causas y agendas; que, de hecho, se beneficiaban de la negociación política.
Un sistema basado en la confianza que hoy está agotado. Desde 2018, la mayoría oficialista en ambas cámaras ha dinamitado cualquier posibilidad real de construir acuerdos con las minorías parlamentarias. Su imposición sistemática ha hecho de las oposiciones actores cada vez más intransigentes que, en muchas ocasiones, hemos tenido que recurrir a las acciones de inconstitucionalidad como un último recurso para hacer valer nuestra voz y presencia en el Congreso Federal.
Sin embargo, las decisiones procedimentales que tienen consecuencias sobre la aprobación de leyes o reformas, así como las funciones constitucionales de ambas cámaras, no pueden estar permanentemente sujetas a los acuerdos en la Junta de Coordinación Política o la Mesa Directiva; a merced de la buena voluntad de las juntas directivas de las comisiones; ni mucho menos someterse al control de una mayoría que no está dispuesta a cumplir sus obligaciones, escuchar argumentos y atender razones.
Incluso si una mayoría parlamentaria es lo suficientemente amplia como para ganar todas las votaciones, debe hacerlo respetando un piso mínimo de condiciones, etapas, reglas y plazos para desahogar adecuadamente cada proceso. Más de una vez las violaciones procedimentales han sido suficientes para que la Corte invalide decretos enteros, como sucedió con las reformas electorales del año pasado.
Si bien los reglamentos internos ya establecen normas y criterios para regular los procedimientos, el margen de discrecionalidad es innegable. Y no existen sanciones que impidan la imposición arbitraria de una mayoría que violenta sistemáticamente las reglas. Esta realidad exige restablecer la certidumbre de los procesos con una reglamentación más adecuada que sea aprobada por una mayoría calificada de sus destinatarios. Rechazada la civilidad, la política dialogante y negociadora, resulta indispensable afirmar legalmente lo que ya no se puede construir a partir de la confianza.
Las LXIV y LXV Legislaturas del Congreso de la Unión nos han dado una lección de realismo: no siempre se puede confiar en las virtudes políticas. Y cuando su ausencia provoca incertidumbre y desconfianza, la legalidad es lo único que puede restablecer la confianza y garantizar la certidumbre. Si queremos preservar la institucionalidad del Poder Legislativo, es momento de revisar nuestras reglas internas con auténtico ánimo plural.
Senadora de la República