Hay una gran distancia entre las intenciones de un gobierno y su capacidad para llevarlas a cabo. Cerrar esta brecha entre ideales y realidades requiere varias cosas. Primero se necesita Estado: instituciones y presupuestos. Luego se necesita un amplio acervo de técnica y capital humano: servidores públicos capaces de hacer funcionar desde los hospitales y las escuelas hasta la diplomacia, la seguridad o las comunicaciones.

Hay un tercer elemento: para dar resultados, todo gobierno necesita capacidad de adaptación; saber cuándo sus planes ya no son pertinentes ante la realidad del país; reconocer fallas y replantear estrategias. Gobernar es planear y anticipar, pero también es reaccionar y adaptar. Adaptarse es, en gran medida, la definición de la buena política, porque implica la capacidad de transigir, dialogar y atender las críticas, pero también de responder a lo que sucede y que no estaba previsto. Lo contrario a esta visión son el dogmatismo y la cerrazón.

Parece que la adaptación no es parte de la caja de herramientas del gobierno actual. Vivimos una crisis sin precedente, en lo sanitario, económico, en la seguridad y pronto en lo social. Pero, el gobierno no quiere ajustar su programa a las nuevas realidades; al contrario: insiste en que la realidad se ajuste a su programa. Por eso inventa otros datos y crea indicadores a modo; por eso le molesta tanto la crítica, incluso si proviene de sus propias filas.

Veamos por ejemplo su principal bandera: el combate a la corrupción. El INEGI reportó que los actos de corrupción aumentaron durante el 2019 en comparación con 2018. ¿Se anunció una revisión a la estrategia anticorrupción, para ver por qué ha fallado o en qué puede mejorar? Nada de eso. La respuesta oficial fue el autoelogio y decir que seguirán igual.

El gobierno se resiste también a adaptar su estrategia para enfrentar la crisis económica; específicamente a replantear la política de austeridad y emprender un programa contracíclico, para ayudar tanto a los sectores productivos como a los más desprotegidos. La evidencia está ahí: en 2019 el crecimiento del PIB fue de -0.1% y el Banco de México pronostica una contracción cercana a 9% para 2020, junto a la pérdida de al menos un millón de empleos. Los países exitosos en atemperar la crisis han tomado medidas contracíclicas; no así en México donde, por ideología, el gobierno se rehúsa a adaptarse a nuevas circunstancias.

A tres meses del histórico paro de mujeres contra la violencia de género, el gobierno sigue sin atender la realidad infernal que viven millones de mexicanas, ahora exacerbada por el confinamiento. Cuando los datos mostraron que las llamadas de emergencia por situaciones de violencia habían pasado de 19,183 en enero a 26,171 durante marzo, el oficialismo argumentó que 90% de las llamadas son falsas. De nuevo; es la realidad la que se debe adaptar al discurso oficial.

Lo mismo pasa con la Covid19: mientras los datos demuestran que contagios y muertes aumentan, que navegamos a ciegas por falta de pruebas y que el semáforo está en alerta máxima en todo el país, el gobierno quiere torcer esta realidad llamándola “nueva normalidad”: todo antes que reconocer fallas y adaptarse.

La pandemia es un problema gravísimo, pero temporal; los problemas estructurales seguirán ahí cuando ésta pase, pero además estarán acentuados. No existen recetas para superarlos, pero sí para fracasar en el intento: gobernar contra la realidad y no en sintonía con ella; gobernar desde el dogma antes que desde la racionalidad de la adaptación.

Senadora de la República

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