Diez mujeres son asesinadas todos los días en México. Detengámonos a pensar lo que esa cifra significa en toda su dimensión. Diez mexicanas, que tienen nombre y apellido, ven diariamente truncada su vida porque son asesinadas; diez mujeres que dejan de ser madres, hijas, hermanas, compañeras, alumnas, profesionistas, amigas… ¿No es acaso una emergencia nacional?
El problema de la violencia contra las mujeres, que en su caso extremo llega al feminicidio, es un tema que no surgió con este gobierno, pero no podemos ignorar que los delitos y la violencia se han agravado durante los últimos años. Tan sólo 2021 fue el año con más feminicidios en la historia reciente del país, con 977 casos, y marzo del 2022 el mes con más mujeres víctimas de un delito (más de 10 mil) según datos oficiales. Más del 66% de las mujeres han sufrido al menos algún incidente de violencia ya sea emocional, económica, física, discriminatoria o sexual a lo largo de su vida y más del 43% reporta haber sufrido violencia por parte de su pareja. Y podríamos seguir con datos que lo que muestran es que, lamentablemente, en México la violencia y las prácticas discriminatorias contra las mujeres están “ normalizada s” y la impunidad persiste. Esa situación genera mayores condiciones de vulnerabilidad para las niñas y mujeres mexicanas, por eso también el mayor número de feminicidios.
Cada tanto, algún caso se vuelve mediático, lo que trae de vuelta la atención al tema, sin que por ello se note posteriormente que la seguridad mejora, o que hay cambios sustantivos. Hay un ciclo que se repite: un caso se vuelve famoso, llega una ola de indignación con la correspondiente atención que merece de la opinión pública, las autoridades usualmente fallan, se comportan de manera irregular, o no logran hacer justicia. Lentamente el caso cae en el olvido para la mayoría y se vuelve una cifra más.
La indiferencia es el caldo de cultivo para la impunidad. No es infrecuente que, ante la apatía o rechazo de las autoridades para investigar, sean los familiares o círculos cercanos a la víctima quienes inicien, por su lado y sin ningún otro apoyo, su propia indagación. Esto sólo abona a la desconfianza en las autoridades, y a perpetuar el sentimiento de indefensión de la ciudadanía.
Este panorama es parte de una crisis nacional que está ligada a dos asuntos. Por un lado, la explosión inusitada de violencia contra las mujeres forma parte de un contexto más amplio, de una crisis de violencia mayor. Por otro lado, es un síntoma de la degradación en el sistema de impartición de justicia.
Si bien es notable que algunos casos llamen la atención y muevan a las autoridades a actuar, lo cierto es que no se puede depender de ese patrón para forzar a que se haga justicia. Este es un tema de la mayor gravedad que está pendiente en la agenda política nacional, y que debería sumar a todas las fuerzas políticas, a todas las voluntades.
Contener la violencia y hacer justicia a las víctimas son dos respuestas a momentos diferentes. La primera tiene que ver con la prevención. ¿Cómo hacer para reducir los niveles tan altos de violencia? ¿Cómo hacer que la autoridad esté presente? La segunda es la respuesta que da el Estado cuando se ha cometido uno de estos odiosos crímenes.
El feminicidio y el resto de las violencias contra las mujeres deben ocuparnos como lo que son: expresión de una crisis civilizatoria. Estamos ante una emergencia, pues esta ola de agravios toca a cada mujer en cada rincón del país. Hay una exigencia de consolidar un nuevo paradigma cultural que no admita ni las violencias, ni la discriminación contra las mujeres; hay también una exigencia de parar la impunidad, de mejorar nuestro sistema de justicia, de que las autoridades logren restablecer la confianza y se afiance el Estado de derecho. Cada feminicidio es un paso atrás en el proyecto de país que queremos.