Si bien somos una República federal en la ley, en los hechos el centro ha acumulado poder a costa de las entidades. Este fenómeno ha sido una responsabilidad compartida: el gobierno federal ha asumido históricamente facultades que no le corresponden y los gobiernos locales han fallado al dejar de crear capacidades propias y acostumbrarse a la actuación federal.
Estas tendencias centralizadoras no son nuevas, pero se han intensificado: pensemos por ejemplo en los llamados “súper delegados”; la re–centralización de los servicios de salud mediante el INSABI; las decisiones en contra de generar energía eléctrica limpia; la pretensión de sustraer la facultad electoral a las entidades, o el intento de apropiarse recursos de distintos fideicomisos como el FIDECINE o aquellos que manejan el CONACYT y sus centros de investigación.
Las tensiones también se han exacerbado en el marco de la Covid19. Algunos gobernadores han protestado por la ausencia de concertación para enfrentar la emergencia sanitaria y sus efectos económicos, así como por el manejo del gasto público federal, amagando incluso con abandonar la coordinación fiscal con la Federación; asimismo, han optado por adoptar medidas propias, distintas a los lineamientos federales. En particular, entendieron que se les ha transferido la responsabilidad de la reactivación económica sin que desde el Gobierno Federal haya una estrategia integral que los apoye.
La coyuntura actual es propicia para debatir seriamente sobre el federalismo del siglo XXI. ¿Qué debe corresponder hoy a los tres órdenes de gobierno bajo el principio de concurrencia, y qué les compete conforme al principio de responsabilidad propia? Y, acorde con ello, la revisión de la asignación presupuestal. Se trata de un proceso de largo plazo, que demanda rediseños institucionales, voluntad, formación en el servicio público y desarrollo de capacidades, entre otras aristas. Por eso es importante trabajar con anticipación, antes de que futuras crisis detonen nuevos conflictos que erosionen la gobernabilidad.
Esta reflexión tiene muchas vertientes, pero dejo anotadas tres que me parecen urgentes. Un primer eje es el fiscal: revisar las fuentes de tributación para robustecer la recaudación local; ajustar las fórmulas para distribuir participaciones y aportaciones federales, a partir del rendimiento de esas fuentes; y mejorar los sistemas de fiscalización. Se trata de incrementar la responsabilidad y los ingresos para reducir la dependencia; la cuestión es que cada orden de gobierno pueda brindar a la población servicios públicos de mayor calidad.
Segundo, el federalismo del siglo XXI requiere reconstruir tanto las policías como las fiscalías locales, a fin de que el respaldo de la federación en tareas de seguridad (indispensable en el corto plazo) sea cada vez menos necesario, y se cuente con sistemas de protección ciudadana y justicia civiles de primer nivel. La colaboración interestatal, así como presupuestos suficientes, resultan indispensables.
En tercer lugar, un esquema similar de fortalecimiento paulatino de capacidades debe atender los sectores de salud y de educación locales, para aumentar su calidad, promover su crecimiento integrado y fomentar la innovación.
A causa de la pandemia observamos distorsiones en nuestro sistema federal, así como tensión entre sus partes. Lo que aún ignoramos es si el saldo será un federalismo fortalecido o debilitado. México es federalista, pero las carencias y desigualdades abren espacio para la propuesta centralista; por eso, los actores públicos que sostenemos el federalismo debemos anticiparnos y pensar en eso con seriedad, inclusión y altura de miras.
Senadora de la República