En México, la Suprema Corte de Justicia de la Nación es el máximo garante del orden constitucional y la última instancia en asuntos jurisdiccionales: sus sentencias son inapelables; no hay autoridad por encima de sus resoluciones, ni recurso legal que pueda ejercerse contra ellas. Tiene la enorme tarea de mediar los conflictos entre los Poderes de la Unión y garantizar los derechos fundamentales para todas las personas.

Por ello, resulta riesgosa la tentación de usar a este tribunal constitucional como un campo de batalla para dirimir disputas políticas o con tintes electorales, más que asuntos verdaderamente legales.

La politización de la ley y de la justicia es un atajo fácil al que un gobierno recurre sea por incapacidad de tomar decisiones, o bien para trasladar el costo político de las mismas a otro Poder del Estado. También se politiza la ley cuando esta última se quiere modificar a conveniencia, o para usar a los tribunales como un instrumento de campaña.

Un ejemplo de todos los supuestos anteriores es la reciente propuesta del Ejecutivo Federal para llevar adelante una consulta popular, con el propósito de investigar la presunta comisión de delitos por parte de exfuncionarios.

Dicha iniciativa, más que un tema jurídico, pareciera una estrategia política en búsqueda de réditos mediáticos ante la opinión pública. No se explica de otra forma pues el Estado, mediante sus procuradurías o fiscalías, tiene no sólo la capacidad sino la obligación de iniciar investigaciones y motivar la impartición de justicia, sin que se requiera para ello la opinión de la Corte o la autorización ciudadana. Es decir, la consulta es redundante, pero se obligó a la SCJN a pronunciarse para darle un barniz de legalidad a un despropósito político: sustituir la justicia por el veredicto de un tribunal inquisitorial alentado desde el poder.

Más aún, en los términos que se envió, la solicitud violentaba diversas garantías jurídicas. Por ello, el ministro Luis María Aguilar la llamó un “concierto de inconstitucionalidades”, y por ello las y los integrantes de la Corte tuvieron que, de última hora y con criterios al borde de la Constitución, rehacer completamente la pregunta propuesta. Con ello, el gobierno le endosó a la Corte el costo político de una decisión que el primero no quiso tomar y que a la segunda no le correspondía resolver.

De esta forma la Corte, cuyo trabajo es dar razonamientos jurídicos con imparcialidad, quedó como un rehén de la política, expuesta a dañar su propia integridad al tener que resolver, mediante interpretaciones políticas ad hoc y al filo de la legalidad, un asunto fuera de su mandato.

El resultado de ejemplos como éste es pernicioso: las cortes terminan desgastadas institucionalmente, y muchas veces sus representantes quedan desacreditados ante la opinión pública, al tener que procesar innecesariamente asuntos políticos, que le corresponden a otras esferas del poder público.

Más aún, las más de las veces precisamente por ser asuntos políticos y no estrictamente jurídicos, llevarlos ante los tribunales no termina de resolver las tensiones sociales y económicas de fondo que los provocan. De esta manera, se trata de zanjar por una vía jurisdiccional lo que son problemas esencialmente de gobernabilidad, que requieren soluciones políticas desde el gobierno, no desde las instancias jurisdiccionales.

Nuestra frágil democracia se está desgastando ya desde muchos frentes. Añadir a esto el debilitamiento de los tribunales, mediante la politización de la ley y la justicia, puede representar un punto de no retorno; sobre todo, si hablamos del tribunal constitucional en el que se vela por las libertades y derechos fundamentales de la República.

Senadora de la República

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