Hace unos días, el bloque mayoritario en la Cámara de Diputados aprobó el Presupuesto de Egresos de la Federación para 2022. El oficialismo rechazó el debate para imponer un presupuesto al servicio del poder, no de los ciudadanos. No aceptaron ninguna modificación, de entre las casi 2 mil planteadas, para contribuir al beneficio del país.
En este contexto, mientras algunas dependencias incrementaron considerablemente su presupuesto, entidades autónomas como el Consejo de la Judicatura Federal –a cargo de la implementación de la reforma en materia de justicia laboral– sufrieron recortes que ponen en riesgo su capacidad para desempeñar adecuadamente sus funciones.
Un caso grave es el del Instituto Nacional Electoral, que enfrenta un recorte de cerca de 5 mil millones de pesos, equivalente a casi 20% de los recursos solicitados por el Instituto y a una cuarta parte de su presupuesto operativo, necesario para organizar las seis elecciones locales que se celebrarán el próximo año, así como el proceso de consulta para la revocación de mandato.
Este nuevo golpe no sorprende a nadie. Desde hace tiempo, y con mayor fuerza desde hace algunos meses, el oficialismo ha emprendido una campaña en varios frentes para socavar al INE. Lo ha hecho a base de mentiras, amenazas, ataques personales contra sus integrantes y, ahora, mediante la reducción de su presupuesto.
En esa campaña, uno de los argumentos más difundidos ha sido que, si se reducen los sueldos de los consejeros electorales y se utilizan los fideicomisos con los que cuenta, el Instituto podría operar con normalidad para llevar a buen puerto la revocación. Es falso.
Por un lado, si se redujeran los sueldos de las y los consejeros, el dinero no sería ni remotamente suficiente. Se estima que la revocación costará 3,830 millones de pesos. El INE destina cada año menos de la décima parte de ese dinero para el pago de salarios de sus mandos, que no son sólo consejeros, sino decenas de directores generales, secretarios técnicos, coordinadores generales y vocales de sus juntas locales, entre otros cargos de enorme responsabilidad. Reducir sus ingresos, incluso en forma considerable, no representaría un ahorro significativo.
Por otro lado, los fideicomisos que maneja el INE sirven, como ha explicado el consejero Ciro Murayama, principalmente para dos propósitos: pagar pensiones del personal en retiro y expedir las credenciales para votar. Es decir, no podrían usarse esos recursos sin dañar prestaciones laborales o poner en riesgo los derechos políticos de las personas. Pero tampoco sería suficiente: juntos, ambos fideicomisos apenas podrían cubrir poco más de 600 millones de pesos.
Sin embargo, el golpe contra el INE no es sólo de carácter presupuestal, es eminentemente político. Cuando se recortan los recursos que el Instituto necesita para cumplir con sus funciones, se abre un espacio para desprestigiarlo y acusarlo tramposamente de ser un árbitro parcial o poco confiable; peor aún, para sembrar la falsa idea de que es incapaz y promover la necesidad de sustituirlo por algún modelo donde las elecciones las controle el gobierno. Esto nos regresaría 30 años a una era de arbitrariedad. Sería el golpe más grave a la democracia en la historia contemporánea.
Frente a esta nueva embestida contra uno de los pilares de nuestra República, es necesario plantarnos de forma contundente. Defender al INE es defender lo más esencial de nuestra democracia: la posibilidad de celebrar elecciones libres, justas e imparciales.
Por eso, esta tarea no es exclusiva de las oposiciones partidistas o de quienes están en desacuerdo con el oficialismo. Es una bandera bajo la cual estamos llamados a agruparnos quienes queremos un país democrático, con instituciones sólidas y autónomas; quienes defendemos el Estado de derecho y nos comprometemos con su consolidación. Si no somos capaces de unirnos en torno a esta causa común, francamente será difícil hacerlo en cualquier otra. El costo de fracasar en esta defensa democrática será ser muy alto, y potencialmente irreversible.