El 2024 termina con una realidad innegable: México tiene una Constitución esencialmente distinta a la que regía la vida nacional hasta hace apenas unos meses, antes de septiembre. Las reformas constitucionales impulsadas desde el Ejecutivo han modificado aspectos fundamentales de nuestro sistema político, jurídico y social. Sus primeros efectos comenzarán a materializarse en 2025 y sus consecuencias definitivas marcarán el rumbo del país en los próximos años.

En su primer periodo ordinario de sesiones, la LXVI Legislatura del Congreso de la Unión se dedicó casi exclusivamente a procesar y aprobar las iniciativas de reforma constitucional propuestas por el expresidente López Obrador: de las 18 iniciativas presentadas en febrero pasado, fueron aprobadas doce y tres se encuentran en proceso, junto con dos propuestas adicionales de la presidenta Sheinbaum –una publicada y otra por publicarse– y una iniciativa conjunta de los líderes parlamentarios de la mayoría. Esta avalancha de reformas no debe confundirse con productividad legislativa; en realidad, refleja la imposición de una agenda unilateral que ignoró sistemáticamente las voces de la pluralidad política.

Las reformas aprobadas pueden dividirse en dos grupos claramente diferenciados. El primero, y más preocupante, tiene como objetivo la concentración del poder en el Ejecutivo y sus mayorías parlamentarias. Con ese propósito, los recientes cambios constitucionales y legales han anulado o desmantelado la mayoría de los contrapesos democráticos. Se limitaron las facultades del Poder Judicial para controlar las decisiones mayoritarias y la supuesta elección popular de jueces augura una generación de juzgadores militantes, o al menos mucho más vulnerables ante presiones políticas.

Se confirmó el carácter militar de la Guardia Nacional y se amplió –una vez más– la prisión preventiva oficiosa, ambas reformas con cargo al régimen de derechos y libertades fundamentales. También se consumó la eliminación de órganos autónomos. La transparencia, la protección de datos, la competencia económica y la regulación de los sectores de energía y telecomunicaciones, junto con otras funciones especializadas, regresan a dependencias sujetas a dinámicas político-electorales. Estas modificaciones representan un importante retroceso en nuestra arquitectura institucional; pero, sobre todo, en términos de las herramientas que tenemos para ejercer efectivamente nuestros derechos.

El segundo grupo de reformas, que merece un reconocimiento mucho más positivo, se concentró en la ampliación de los derechos sociales, así como la protección de grupos en situación de vulnerabilidad. Con esos objetivos, se fortaleció el régimen de derechos de los pueblos indígenas; se constitucionalizaron medidas para garantizar la igualdad sustantiva entre hombres y mujeres; se establecieron garantías de apoyo económico para distintos sectores sociales; y se amplió el acceso a la vivienda para los trabajadores.

Sin embargo, el balance legislativo del año que culmina es por demás preocupante. Si bien algunas reformas representan avances sustantivos en materia de derechos, el contenido de las modificaciones más sustantivas –y la forma en que se han aprobado– evidencia el debilitamiento de los contrapesos institucionales, el talante antidemocrático del oficialismo y la concentración excesiva del poder. La nueva configuración constitucional, impuesta por una mayoría que se niega a construir consensos, ofrece el sustento jurídico para consolidar la regresión autoritaria.

Diputada federal

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