En Reino Unido, uno de los logros que más orgullo generan es el Sistema Nacional de Salud ; los científicos gozan de gran reconocimiento social, como ejemplo, la doctora Sarah Gilbert, desarrolladora de la vacuna contra el Coronavirus, es una heroína nacional. Estados Unidos, China, Francia, Japón, Israel, Alemania o Corea del Sur, son quienes dedican más recursos a nivel mundial para ciencia e investigación. No es coincidencia que sean los países más avanzados y mejor preparados para proteger a su población.
En México vivimos una contradicción: las universidades son una de las instituciones que más respaldo tienen entre la población, pero el Estado invierte un magro 0.3% del PIB en ciencia y tecnología, cuando a nivel global ha habido un incremento de 14%, según la UNESCO . Muchas necesidades esenciales dependen de la ciencia y los especialistas: los médicos que nos curan, los ingenieros que diseñan la infraestructura que une al país para negocios y turismo; los técnicos que atienden asuntos tan diversos como la estabilidad económica, los sistemas para enfrentar desastres naturales, la provisión de agua y electricidad. La pandemia , en particular, demostró que la ciencia y la tecnología son un asunto de seguridad nacional, de soberanía, de supervivencia.
Durante los sexenios anteriores tuvimos avances, aún insuficientes pero crecientes. Ahí están, por ejemplo, las becas para que talentos mexicanos se prepararan en las mejores universidades globales y regresaran al país para contribuir a nuestro desarrollo científico; los presupuestos y criterios meritocráticos para instituciones de excelencia –el CIDE , el Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología, el Sistema Nacional de Investigadores– y, en términos de divulgación, iniciativas como la magnífica colección del FCE “La Ciencia para Todos”.
En este sexenio, en cambio, se ha cernido sobre los científicos un estigma que los representa como una casta privilegiada –aunque muchos de ellos llevan vidas modestas, de clase media. Desde 2018, entre otras cosas, se redujo el presupuesto para ciencia e investigación (Fundar, 2022); se eliminaron fideicomisos que aseguraban el éxito de proyectos de largo aliento; se cancelaron becas para jóvenes mexicanos, se han ideologizado los planes educativos y, en el extremo, se ha pretendido encarcelar a académicos, sólo por disentir con el rumbo de la política científica del gobierno federal.
El episodio más reciente fue este 24 de mayo, cuando la directora del Conacyt –cuestionada por decisiones arbitrarias y perjudiciales contra instituciones académicas– se negó a comparecer ante la Comisión de Ciencia y Tecnología del Senado para atender diversas preocupaciones planteadas por la comunidad científica. El hecho es ilustrativo de la intransigencia oficial: los encargados de la política científica simplemente ignoran a un poder constitucional del Estado mexicano, que en su facultad de órgano de control les llama a rendir cuentas y les ofrece diálogo democrático para corregir el rumbo.
Esta animadversión tiene motivaciones políticas: los técnicos son quienes mejor pueden detectar, documentar e informar al público los errores del gobierno, además de plantear soluciones. El oficialismo prefiere un país intelectualmente adormecido, que no le cuestione. Una visión de Estado, en cambio, indica que más allá de partidos o consideraciones electorales, la ciencia no es un lujo, sino una necesidad para garantizar los servicios públicos, el desarrollo económico y el bienestar de la población en México. “Quien no cree en la ciencia, está retrasando a todos los demás”, dice el divulgador científico Bill Nye.