Un par de documentos de análisis, publicados en las últimas semanas, han encendido las alarmas sobre el estado actual que en México guardan democracia y transparencia. El Democracy Index 2021 de The Economist, señala un retroceso, tanto en términos globales (ocupa el lugar 86 entre 167) como en términos regionales (lugar 17 entre 24 países) en la calidad democrática de México. Por su lado, el Índice de Percepción de la Corrupción, de Transparencia Internacional, ubica a México como el país peor evaluado entre aquellos que forman parte de la OCDE y como el lugar 18 entre los 19 de quienes integran al G-20.
Si bien los criterios metodológicos de ambos estudios son múltiples, hay un acento notable en una de las razones que explican esta depreciación tanto de la democracia como de la transparencia: la propensión a erosionar, sustituir o destruir instituciones que sirven como mecanismos de rendición de cuentas, acceso a la información y fiscalización de los servidores públicos.
La calidad de la democracia en un Estado liberal es una cuestión que apunta a las capacidades reales que tiene un gobierno de funcionar respetando libertades civiles, garantizando derechos, haciendo valer la ley y proporcionando fuentes confiables de información pública. Esto, en México como en cualquier otro país, no tiene que ver con la voluntad de los gobernantes, sino con un entramado institucional.
Por poco más de 30 años, durante eso que algunos han llamado “la transición”, la tríada de gobierno, oposiciones y sociedad civil no partidista empujó un fuerte proceso de liberalización y transformación de la arquitectura institucional del Estado mexicano. Se emprendió la construcción de un vasto y complejo sistema de instituciones y organismos públicos autónomos, ajenos en principio a los vaivenes políticos.
De este esfuerzo pueden dar cuenta el INAI, encargado de proveer de información pública a la ciudadanía; los organismos reguladores como la CRE o la Cofece, que permiten corregir fallas de mercado, combatir oligopolios y sancionar malas prácticas; el INE, cuya función esencial para nuestro orden democrático he descrito ya antes en este espacio.
Estas instituciones servían, y sirven aún pese a la reducción que han sufrido en sus capacidades técnicas y administrativas, como una salvaguarda y un instrumento para garantizar derechos y hacer cumplir obligaciones.
Sabemos que la probidad de las y los servidores públicos desafortunadamente no puede darse por sentado. Sin embargo, el hecho de que contemos con todos estos organismos, leyes e instituciones, ha hecho que avancemos un largo trecho hacia un Estado moderno, en el que sea la ley la que tenga la última palabra y la opacidad y discrecionalidad del poder público sea contenida.
A lo largo de los años hemos comprobado casos donde, cuando se ha confirmado la corrupción de servidores, se ha actuado conforme a derecho. No sólo entre los distintos órdenes de gobierno, sino también entre funcionarios de todos los niveles y de todos los colores partidistas.
Hoy día nos encontramos frente a una disyuntiva crítica. Es cada vez más frecuente escuchar que estos organismos son innecesarios, y que basta la mera voluntad política de quien esté al frente del gobierno. Es un error plantearlo de tal modo. Si bien la voluntad es necesaria, sólo la certeza que da la solidez y permanencia institucional, sin importar quién esté en el gobierno, puede permitir asegurar que se pueda fiscalizar al poder. El ejercicio del poder suele ser efímero, las instituciones permanentes.
Senadora de la República