El paisaje político del México contemporáneo encuentra en la pluma de Jesús Silva-Herzog Márquez a su mejor retratista. Su libro más reciente, La casa de la contradicción, es un análisis lúcido y crítico que merece leerse con ojo atento. Comparto algunas reflexiones sobre esta obra, que tuve el honor de presentar en la Feria Internacional del Libro de Guadalajara.

México, como ideal de futuro y como conjunto de instituciones, es la casa común que habitamos, cuyos espacios están en remodelación constante para adaptarse a los nuevos tiempos, pero donde la democracia es –debiera ser– el cimiento permanente. Académicos y políticos hemos tratado de llenar la democracia de características, de pasarle el escalpelo para mostrar sus atributos, pero en buena medida hemos fallado en reconocer que la resistencia que este ideal ofrece se debe a que es un término abigarrado y complejo.

Ante ello, el autor muestra, con la erudición y fina prosa que lo caracterizan, ese largo periplo por los distintos significados que ha tenido la palabra democracia y la disputa en que se sitúa hoy día. Su análisis escapa a los nativismos: el modelo de la democracia liberal está bajo amenaza en todo el mundo; ante ello, Silva-Herzog apunta las principales críticas, retrocesos, y puestas en duda que este modelo vive en el siglo XXI.

Entre sus enemigos, destaca la alternativa más potente, vocal e insidiosa: los populismos iliberales, tanto de izquierda como de derecha. Irónicamente, estos no han llegado al poder mediante golpes militares, sino legitimados por la democracia misma, sólo para después desmantelarla desde dentro. Los populismos no son sólo una crítica a la democracia; son un proyecto para eliminar sus principios –el Estado de derecho, los contrapesos institucionales, la pluralidad, el disenso– y suplantarlos por un liderazgo autoritario. Por eso al populismo no se le puede tratar con la cordialidad que se le otorga a una opinión constructiva, sino con la contundencia que se le reserva a una amenaza existencial.

En cuanto a México, el balance es preciso y por ello mismo, crudo: en menos de tres décadas pasamos de construir una democracia pujante –aunque aún imperfecta– a caer presas del desaliento generalizado y la melancolía popular por los tiempos caudillistas. En el fondo, la crítica tiene que ver con la manera más bien pobre en que hemos visto la odisea democrática. Reducir la democracia a su dimensión electoral es ver el árbol e ignorar el bosque; la democracia forma parte de una tradición. Una tradición hilvanada por principios y valores compartidos, tradición en la que más allá de las instituciones y las reglas, importan más “los comportamientos, las costumbres, los sueños incluso”.

Silva-Herzog hace una observación precisa sobre la arquitectura de nuestra casa, sobre los detalles que pasamos de largo en eso que comentaristas y críticos han dado en llamar “la transición”. La radiografía de este régimen de transición es pródiga en ejemplos, en poner de relieve los avances, pero también en señalar los desaciertos, los pendientes.

En cuanto a las apreciaciones sobre el presente, Silva-Herzog enciende las alarmas, sin estridencias y con un juicio matizado. El autor reconoce la magnitud del cambio que supuso el 2018, y lo que eso implica para nuestro orden, para seguir con la metáfora: de los cuartos y rincones de nuestra casa. Esta administración, que el autor disecciona con paciencia y cuidado, representa no sólo ánimo de cambio, sino también voluntad de destrucción.

No hay forma de vivir en democracia sin hacer una defensa de la pluralidad, de las instituciones, y sin avanzar en la consolidación de lo hecho y poner la mira en enfrentar los pendientes. Sólo así podremos vivir en esta casa de la contradicción. Es una fortuna saber que en ese camino seguiremos contando con la afinada y lúcida pluma de Jesús Silva-Herzog.

Senadora de la República

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