Hace unos días, en Salamanca, Guanajuato, la violencia en nuestro país alcanzó nuevas dimensiones. Un paquete con explosivos provocó la muerte de dos personas, hiriendo a varias más. Más allá de las motivaciones particulares del atentado, una manifestación así supone una expectativa de impunidad. Para hacer frente a esta realidad, el Estado tiene que responder con medidas contundentes, que no dejen lugar a dudas: la violencia tiene consecuencias.
Seamos realistas: la criminalidad no puede erradicarse por completo, pero sí puede disminuirse; y la crisis de seguridad no va a resolverse fácilmente, sino con planeación, perseverancia e integridad. El Estado tiene la responsabilidad de contener la presencia y el poder de los criminales con acciones que permitan acotar la violencia a una situación focalizada, no generalizada.
Un requisito fundamental en esa estrategia de contención es disuadir al crimen de abandonar sus actividades y formas, con una respuesta firme cada vez que se pretendan repetir. En otras palabras: reducir el ámbito de acción y la violencia con la que opera la delincuencia mediante el uso estratégico de medidas realmente efectivas, como la captura de líderes criminales, el bloqueo de cuentas bancarias o la extradición de detenidos que enfrentan procesos en otros países.
Es cierto que muchas de estas conductas criminales se han presentado en nuestro país sin que haya consecuencias graves para los delincuentes. Muestra de ello son las terribles masacres en distintas ciudades; las comunidades que han sido sitiadas por el crimen organizado durante semanas enteras; o la abierta intromisión de la delincuencia en los recientes procesos electorales.
El atentado en Salamanca es un nuevo caso que, además, sienta un grave precedente por el uso de explosivos para cercenar vidas. El riesgo de no responder con la contundencia necesaria es que este tipo de manifestaciones se “normalicen”, como lamentablemente se han “normalizado” muchas otras, que ya son parte de la vida cotidiana en gran parte del territorio nacional.
En México, enfrentamos una crisis de seguridad desde, por lo menos, lo que va del siglo. La estrategia del actual gobierno –orientada principalmente a la atención de las causas estructurales del crimen– es indispensable para consolidar mejores condiciones de vida para quienes ven en la delincuencia una vía a la solución de sus carencias económicas, pero únicamente dará resultados en el largo plazo.
No obstante, eso no implica que el Estado pueda renunciar a actuar con firmeza ante las manifestaciones violentas del crimen organizado, que requieren acciones inmediatas y contundentes. Lo urgente y lo importante deben atenderse al mismo tiempo, con acciones propias a cada uno.
Construir las condiciones para la paz y la seguridad en el futuro es la importante necesidad que debe ocuparnos; contener la violencia en el presente es una responsabilidad urgente, que el Estado no puede evadir. Adicionalmente, no debe dejar de invertirse en la consolidación de las capacidades estatales y municipales, para que la coordinación entre órdenes de gobierno, que resulta imprescindible, pueda ser también efectiva.
Se trata de estrategias distintas, que requieren sus propias medidas y sus propios recursos, así como una evaluación objetiva; sin embargo, todas tienen el mismo objetivo: garantizar la seguridad de las y los mexicanos. Finalmente, la lección es clara: si el Estado quiere contener la violencia, debe estar dispuesto a confrontar a la delincuencia.
Senadora de la República