—Eso del semáforo verde es un peligro —me dice, con la voz a punto de quebrarse, la esposa de quien fue don Enrique Romero, conductor de un taxi que precisaba un stent para mantener la vida y que estuvo cerca de recibir.

Me permití exponer su caso en las páginas del diario hace ya un tiempo: un tipo trabajador, leal, caballero, que le peleó a la vida desde sus primeros años y que en los últimos pasó por un real vía crucis de salud que poco a poco iba solventando.

Hoy, está muerto. Y además de un ciudadano ejemplar y hombre de bien, me honró con su amistad.

Cuando el problema del stent, le dije por lo claro: o se atiende ahora mismo o nos va a atrapar el Covid y los pocos buenos espacios dedicados a la salud que restan en el país estarán dedicados a su combate. Con su autorización, previa consulta a la familia, me dijo que sí, que era una idea interesante exponer públicamente su caso. Se trataba de solicitar auxilio a quien pudiera brindarlo para sufragar la cuenta que implicaba la intervención. Y llegó la ayuda, muy agradecible si bien discreta, que representó entonces no más del 5 % de lo que le era solicitado. Es necesario puntualizar que el procedimiento quirúrgico en un hospital particular multiplicaba su importe al menos por ocho o 10 veces. Imposible. Así que debía ser en el Instituto Nacional de Cardiología-Ignacio Chávez o no iba a lograrse.

Pero llegó, en efecto, el Covid. Los hospitales se vieron rebasados. La vacuna era un proyecto muy lejano en la que sin embargo trabajaban a todo gas los laboratorios más avanzados del mundo. Don Enrique recibió la oferta de una persona anónima, del norte del país, que ofrecía enviar el stent y el material que se precisara. La familia Romero sumó la posibilidad de esa iniciativa al esfuerzo para salvar al piloto. Pero, repito, llegó el Covid y afectó primero a uno de los hijos del matrimonio, el mayor, y luego a su joven esposa. A pesar de sus muy escasas fuerzas y contados recursos, y de las de por sí complicadísimas circunstancias, la señora y el piloto acudían a diario a llevarles comida a sus cercanos familiares que desde luego estaban recluidos en estricta cuarentena.

Los trámites, mientras tanto, estaban detenidos, explicablemente: las unidades hospitalarias aceptaban sólo urgencias y a tantos enfermos de Covid como fuera posible. El problema de don Enrique era muy delicado, pero no alcanzaba la calificación de urgencia: se mantenía con medicación estricta y sin realizar labores que le desencadenaran un desenlace trágico. Desde luego, estaba imposibilitado de trabajar y llevar el sustento tanto para su esposa como para su segundo hijo aún en casa y él mismo.

Transcurrieron algunos meses y por fin la familia Romero recibió una noticia amable: en cuanto empezaron a bajar las hospitalizaciones, su caso avanzó en el proceso. Ambos, según el relato entrecortado de la esposa de don Enrique, al cual me apego, estaban muy conscientes de las circunstancias de emergencia nacional y aguardaban.

Pero el Covid, de algún modo, terminó por atraparlos. La señora cursó prácticamente asintomática, pero don Enrique luego de varios días fue ingresado a un pequeño hospital. Dio la batalla, pero la perdió.

Me corresponde agradecer en nombre de la familia Romero al Instituto Nacional de Cardiología-Ignacio Chávez y a los integrantes del mismo con quienes el matrimonio habló y fue escuchado de la forma más gentil.

Y coincido con lo dicho por la esposa del piloto: el temprano semáforo verde es un peligro, un muy grave peligro.