La prueba clara e irrefutable de que el cine es parte de la vida es que se alborotó feamente el gallinero con el estreno de Sin tiempo para morir. Lo que en un inicio fueron meras opiniones, se convirtió muy pronto —conforme el respetable ha visto la cinta— en un debate. Desde luego han aparecido dos bandos claramente identificados —lo mismo en las conversaciones privadas que en los apuntes en redes sociales—: el de los que están con su protagonista James Bond original (altivo, preparado para repartir candela, seductor involuntario y un tipo duro donde los haya) hasta el fin de los tiempos; y el de los, llamémosle así, conciliadores, que aprecian en mucho al personaje pero que aceptan y ven con agrado que Bond, James Bond, se monte no en el “tren del mame” (eso jamás) pero sí en la tendencia de no ser tan Bond y añadir a su comportamiento usual tintes amables, suavizados y que evidencie una cierta fragilidad emocional.
Tanto en la prensa especializada como en las redes el asunto pasó en sólo unos días de la argumentación que había tomado forma y se estabiliza, al insulto y al desvarío. Y, sin ser mediador de nada, lo cierto, lector querido, es que ambos bandos tienen razón. Bond, el Bond que habita en las novelas, está muy lejos de ser políticamente correcto ni maldita la falta que le hace: es un personaje literario y se comporta como lo que es dentro de los parámetros que Ian Fleming marcó y que en los libros fue y es respetado. Y el Bond de Sin tiempo para morir, como está señalado con tamañas letrotas, está basado en los personajes originales que aparecen en las obras literarias. No es una novela adaptada, sino una aventura añadida como ocurre con personajes de gran reconocimiento y éxito a los que personas diferentes a su creador los dotan de una a veces agradecible sobrevida.
Por lo pronto, la responsabilidad de la historia y del guión está repartida no en dos escritores, como suele ser frecuente, sino en cuatro: Neal Purvis, Robert Wade, Phoebe Waller-Bridge y Cary Joji Fukunaga, quien además de dirigir la cinta, metió mano en la trama y los diálogos. Eso que vemos por casi tres horas en la pantalla, manejado por el cuarteto señalado, ¿es Bond o no lo es? Lo es pero con varios matices que no eran constitutivos de su esencia.
Y justo porque Bond forma parte de la vida, del imaginario colectivo, que se armó la balacera. Bond ya es patrimonio de todos, incluso de quienes no lo conocen. Así que eso que empezó con meras opiniones sueltas es ya una batalla formal, golpes bajos incluidos. La explicación, si me permite decirlo de otra forma, es que el personaje cobró vida como persona desde hace décadas entre sus seguidores asiduos (que han leído todas las novelas y visto todas las adaptaciones al cine) y sus no seguidores.
Sólo hay un factor que puede salvar el comportamiento de Bond en su más reciente aparición, que Daniel Craig —enorme actor de reconocida trayectoria antes de llegar al personaje— ya no será más Bond y precisaba, para entregar la estafeta, de un retiro digno. El Bond de Sin tiempo para morir ya se ve cansadón, acusa el paso de los años, no es ya el 007 y aun así debe enfrentar a un villano, Lyutsifer Safin (Rami Malek, en plan soberbio), que a diferencia de Cerebro (el de Pinky) sí que puede conquistar el mundo. El filme se defiende solo y la historia lo juzgará. Por cierto y que conste: Cerebro no conquistó el mundo cuando pudo, al menos en dos ocasiones, únicamente por el cariño fraterno al entrañable Pinky a quien habría tenido que sacrificar.