La ley es la ley y además está por escrito: es mi casa, entonces aquí privan mis reglas. Es simple, sencillo, fácil de entender y basta con apegarse a los lineamientos del sitio para contar con los derechos que ofrece.
Es una casa ajena. Esto es, privada.
Las televisoras, radiodifusoras y medios impresos no son la excepción y de ello podremos hablar en otro momento.
Por lo pronto, no olvidemos que una red social se reserva el derecho de admisión si las reglas de permanencia en ella son violentadas. Y al entrar en una siempre será conveniente leer los acuerdos que el participante acepta con tal de seguir dentro de la fiesta.
Se quejaba apenas hace unos días el titular del Ejecutivo de que las redes se están volviendo una especie de inquisición, un poder superior al suyo —lo cual le parece, leyendo los subtítulos, inaceptable—. Y, no, no es del todo así. Si una o dos o tres redes sociales echaron de su propiedad (privada) al todavía presidente Trump, no actuaron como inquisición alguna. Tan sólo le aplicaron el reglamento en donde se estipula que una red social no es el sitio para instigar a toda una parte de la población de un país a apoyarlo a él en su insania para darle en la madre a la otra parte de la población. Claro, sencillito, contundente.
Y otro tanto le pasó, por razones distintas pero también muy graves porque van en contra de la salud pública, a la señora Paty Navidad, una actriz que de pronto comenzó a lanzar ideas estrambóticas e inconexas que muy al inicio resultaban graciosas y parecían tan sólo una señal autopublicitaria, hasta que se metió en el delicadísimo problema que afecta al mundo entero, la pandemia, y realizó en su cuenta afirmaciones completamente falsas, carentes de cualquier sustento médico y que se convirtieron en un peligro dada la cantidad de personas que prefieren apegarse al pensamiento mágico y a los poderes curativos de un tecito de guayaba.
Así que una red social puede negar temporal o permanentemente el acceso a esa casa (que, permítame insistir, es privada), lo mismo a una actriz que al presidente del país económica y militarmente más poderoso del mundo. O sea, en mi casa puedes comer frutas, que además son gratuitas y ni siquiera dar tu nombre real para zumbártelas, pero si te pasas, te puedes ir. Y a los dos “los fueron”, como a muchos otros pero basta con esos dos ejemplos de personas tan distantes entre sí en la cadena alimenticia y que son notorios en sus muy diversos ámbitos.
Recuerde usted, lector amigo, que cuando las tendencias de los comentarios (hechos de buena fe o subsidiados) beneficiaban al actual titular del Ejecutivo en nuestro país, hablaba de “las benditas redes sociales”, porque en ellas sus seguidores (del tipo que fuesen) trataban de que prevaleciera la verdad institucional dictada por un solo hombre en contra de la realidad verificable ofrecida por los medios de comunicación establecidos, con nombre y razón social.
Y no faltará quien afirme que las redes sociales son un poder. Decir algo así es como haber descubierto el agua tibia. Claro que son un poder y son empresas que producen dividendos, sólo que tienen dos particularidades: que son privadas (o sea, propiedad de quien las creó) y que absolutamente nadie está obligado a participar en ellas ni a seguirlas ni a leer lo que ahí se publica.
Las redes, sustentadas por millones y millones de personas en todo el mundo, no son ni benditas ni malditas. Son una reunión realizada en casa ajena con una serie de reglas de comportamiento establecidas que pueden resumirse en una idea: ¿quieres jugar?, pásale, pero no te pases de verduras.