Para Ana María Roldán Osnaya


A dos semanas justas de que terminara el maldito 2019, allá por Soria, España, y porque la existencia tiene muy poca madre, el cantautor Patxi Andión pasó en un minuto, a bordo de su camioneta, de ser quizá el más rudo y fino poeta en activo, a ser sin duda el más rudo y fino poeta del que guardaremos memoria.

Eran de esperarse planas enteras en los diarios españoles, programas especiales en las televisoras (así fuera en las de allá) y una exhaustiva revisión de su obra como poeta, músico, prosista y actor de cine. Y lo único que encontró el querido Patxi Andión —tampoco es que esperara mucho— fueron algunas menciones medianamente amplias y unas cuantas imágenes. De modo que murió como había vivido, a su ley, en su camino, dueño de sí y en perfecto estado de lucidez, mientras había regresado a los escenarios luego de un considerable silencio para dar a conocer el que sería su último disco, de dos decenas, La hora lobicán.

Mucho antes, incluso antes de su éxito internacional con la pieza “Si yo fuera mujer”, dio a conocer en los muy tempranos años 70 dentro del disco Once canciones entre paréntesis una canción que se convirtió rápidamente en himno de quienes lo siguieron tanto de su generación como de quienes habríamos de oírlo muchos años después, “Samaritana”. Vayamos oyéndolo ahora, querido lector, mientras intentamos unas pinceladas que den una idea del sujeto al que nos enfrentamos:

“En Madrid, y agonizando el presente mes,/ me siento al fin enfrente de un papel/ para escribirte justo hasta la piel/ aunque no entiendas lo que te diré. // Probablemente no te acordarás/ ni de mi nombre ni el de aquel café/ donde borracho con mi soledad/ casi en la puerta te paré y te hablé.// Tú me miraste y me dejaste hablar;/ no preguntaste, yo no pregunté;/ después salimos juntos desde el bar/ para andar toda la noche al revés…”

Andión fue censurado en sus primeros años. Desde la lírica de su obra hasta la interpretación, a guitarra sola, eran la mezcla de la fuerza y la astucia de un lobo más el orden, la métrica y el trabajo puntual de un perro ovejero. Como fuese, un ente extraño para la música española, pero no para su historial porque venía de haber pasado un largo rato en el exilio francés, en muy complejas condiciones pero en donde vivió a pleno pulmón el parisino Mayo del 68.

Sigue “Samaritana”: “Probablemente no sabrás jamás/ que nunca fuiste foto de carnet,/ que tu mayor palabra fue callar/ y fue la mía amarte, mujer.// Porque yo te amé aquel anochecer/ que fuiste el cuenco donde yo dejé/ mi soledad de atrás, de antes de ayer,/ mis viejas penas,/ mi primer deber.// Tuvo tu casa vocación de hogar/ y tu mayor victoria fue saber/ que siempre fuiste algo que olvidar/ en cualquier hombre, en cada café./ Tú fuiste el puerto del que yo partí/ y fuiste el muelle donde decanté/ todos los besos que pude fingir/ todos los sueños que nunca encontré…”

Poco a poco, con espíritu de labrador, se ganó un cálido espacio a fuerza de palabras y con un perfil que si no era bajo, se le parecía: sus más sonados conciertos fueron en pequeñas salas donde su público estaba muy cerca. Fue un poco, y con perdón, como su gran amigo Paco Ibáñez, pero mientras uno cantaba en el Olympia, Patxi “hueseaba” para pagarse un sitio en el cual dormir cada noche.

Pero llegó el reconocimiento, digo, y alguien tan perro pero tan lobo, tan contestatario hasta de verdad el último aliento, conoció el amor de una insospechada mujer, la estrella Amparo Muñoz —en su momento calificada como “la mujer más hermosa del mundo”, y a fe que si no lo era le faltaba muy poquito para serlo—, que había sido ni más ni menos que Miss Universo en 1974. Hasta donde se entiende, no fueron tan felices tal como lo serían Patxi y su segunda esposa, Gloria Monis, por cierto, ex pareja del célebre torero Palomo Linares… Ah, maestro Andión, qué perrazo, qué pinche perrazo.

Cierra así “Samaritana”: “No fuiste una, fuiste la mujer,/ que bautizó mi nuevo amanecer,/ me diste agua, me hiciste café,/ y yo no recuerdo ya ni si te pagué.// Eres la caja fuerte del dolor/ naciste por, desde y para el amor,/ eres la amante fiel, la más verdad,/ samaritana de la libertad.// Perdóname la versificación,/ de tu recuerdo he hecho una canción,/ mi mala letra y hasta ese borrón,/ perdona el tono y el vocablo “amor”.// Probablemente no supe explicar/ lo que he guardado bien, bien, bien,/ a tu pesar y que intenté,/ intenté poner en un papel,/ en Madrid, y agonizando el presente mes”.

El compositor clava “el par del imposible” —equiparable al del diestro Uriel Moreno, El Zapata— al terminar el poema justo como lo empezó, con las mismas palabras, y de jugar por ahí una broma de humor negro para sus censores con aquello de “perdóname la versificación”, cuando por el hombre seguro corría la sangre de Lope de Vega.

Con una voz pedregosa que le habría funcionado a la perfección para asaltar bancos sin necesidad de ninguna otra arma, Andión todavía se dio el lujo, caray, de ser sociólogo de profesión y de ejercer la docencia por décadas.

Asómese al cofre de maravillas de Patxi Andión, en donde encontrará muchas sombras y no pocas luces. Ah, y por favor no mienta: usted y yo sabemos que todos hemos tenido a nuestra única, diamantina e insustituible samaritana.

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