Ambos están irreconocibles. Bueno, no del todo. Uno de ellos padeció severamente la pandemia en carne propia, y el otro la ha ido esquivando según marcan los cánones de ordenanza. Eso sí, los dos han tenido sus maneras personales —unas hilarantes, otras también— de sobrellevar la lucha contra el virus canalla. Pero sobre todas las cosas, han hecho juntos y por separado lo que mejor saben: escribir.
Así que de los autores de la serie México Bizarro (tan apreciada por la cúpula de la 4T, maromoneros y similares), aparece un inevitable y bienvenido volumen de Julio Patán y Alejandro Rosas: Pandemia bizarra, la cuarentena que no quieres recordar, editado bajo el sello de Planeta.
Textos ácidos, certeros, afilados, llenos de verdades, dardos envenenados, flechas derechas al pecho y recubiertos de un agridulce sentido del humor.
Lea usted conmigo, por ejemplo, estas líneas del prólogo de Rosas:
“Cuando mi querido Julio Patán dijo: ‘Estoy horneando un panqué de plátano’ y el Señor de las Tinieblas, nuestro editor, muy ufano: ‘Yo estaba horneando un panqué de naranja, pero la próxima vez creo que prepararé gelatina de frutos rojos’, pensé: ‘Chale, ya nos cargó la chingada.
“Confieso que en un momento de dudas intenté seguir sus pasos, pero luego de que mi primer panqué terminó hecho un carbón me dije: ‘¿A quién quiero engañar?’ Así que decidí hacer frente a la pandemia al más puro estilo Rosas: como todo un cavernario haciendo lo mínimo necesario para que mi departamento no pareciera una pocilga, bebiendo tantas veces como el cuerpo me lo pidiera y a la hora que me lo pidiera, en shorts —porque por fortuna nos tocó en primera instancia la maldita primavera y después el verano peligroso—, cocinando lo básico y declarándole la guerra a la puta cocina durante todo el 2020…”
Como usted, lector querido, no quisiera visualizar en la imaginación al severo historiador Rosas en shorts.
Así que pasemos al reverso de la misma moneda con algunas palabras de la introducción al volumen que hace Julio Patán, ese pugilista, ese ironman, ese Bond, James Bond, rudo y elegante:
“A diferencia de mi amigo Alejandro Rosas, en el primer año de pandemia no me contagié una vez de covid-19, sino unas 35. Todas en falso, claro: una y otra vez, aparecieron síntomas incuestionables que desaparecieron en el momento en que llegó el resultado negativo a la bandeja de entrada de mi correo, a razón de tres mil y pico de pesos por prueba. Hasta cuatro veces, cada una con más relajación que la anterior —incluso creo que con menos dolores—, he permitido que esos hisopos gigantescos penetren en mi nariz, bueno, hasta el fondo. Primer aprendizaje indirecto: el porno tiene que ser un negocio de lo más exigente. Mis respetos.
“También, a diferencia de mi amigo, no aprendí a hornear pan de plátano porque ese arte mayor ya lo dominaba, pero perfeccioné mi técnica hasta niveles que, créanme, me ponen en el rango de la excelsitud. O, seamos honestos, de la ñoñería hardcore. Porque sí, la pandemia me enseñó a abrazar a mi ñoño interior. Era terrible. Mientras Alejandro desayunaba barbacoa, bebía martinis a las 11 de la mañana (hablo de un martes) y comía pizza mientras veía peleas de la UFC y partidos de la liga alemana, yo aprendía las virtudes del suavizante para ropa y me esforzaba en constatar si a la boloñesa no le vienen mejor los tomates previamente horneados…”
Ya no me fui de este mundo sin leer Pandemia bizarra, y con la palma de la mano izquierda puesta solemnemente sobre una caja de cubrebocas, prometo no irme sin probar los martinis de Rosas y el panqué horneado por mi querido Julio Patán.