Ha ocurrido en todos los países a los que llega la franquicia: la actual temporada del programa de concurso Masterchef apostó por personajes del espectáculo o que son considerados celebridades en algún ámbito cercano.

El premio de anteriores temporadas consistía en dos partes, ambas valiosas para quien participaba, aunque no ganara la final: una de ellas era la exposición al público de habilidades culinarias que en un país tan rico en gastronomía como el nuestro siempre serán muy bien valoradas —algunos concursantes anteriores han sido contratados por restaurantes de gran buen nivel, otros emprendieron su propia empresa de cocina y hasta algunos se quedaron a trabajar en la televisión—, y la otra, el premio final, monetario, no excesivamente cuantioso, pero que puede sacar de apuros a toda una familia.

El problema en México fue el asunto de las celebridades. En principio, no deberían necesitar de la exposición a un medio porque trabajan (o trabajaron en algún remoto tiempo) en él, y tampoco son precisamente personas que vivan al día, de modo que si hay plata de por medio no igualaría a lo que pueden percibir con el simple ejercicio de su labor. Eso quiere decir que no cocinan con hambre, ni de comer ni de ganar.

Los periodistas especializados en el área del espectáculo dirán qué tan vigentes son quienes participan. O si son celebridades o aspiran a serlo. Al espectador se le ofrece un producto terminado: un cierto número de concursantes que se presentan a cocinar. Y eso implica otro problema serio: algunos y algunas aceptan que jamás en su vida han hecho un arroz o frito un huevo. ¿Entonces? Pues entonces la apuesta inicial se reduce a que si son sujetos que viven de brindar un espectáculo, ya que por lo general no cocinan, brinden un espectáculo —unas risas, algunas intrigas, un poco de suspenso aunque sea ficticio–. Tampoco, salvo excepciones honrosísimas, lo hacen.

Ante tal abismo —después de todo aquello es Masterchef— los jueces se ven en la obligación de ser indulgentes, y seguramente detrás de cámaras sean tutores de lujo. Lo que llega al espectador, sin embargo, es algo distinto: una parte considerable de los participantes desconoce la idea fundamental de mise en place, y otro tanto pasa con los procedimientos de cocción y mejor no hablemos del emplatado. Pero, y aquí está la pregunta que se quedará en el espacio para siempre: si algunos concursantes afirman, y se nota, que carecen de idea de aquello que hacen, ¿entonces cómo pueden presentar platos que no sólo resultan, a decir del jurado, excelentes en el sabor y en la forma de presentarlos? Misterio.

Dentro del grupo hay algunas personas que salvan el programa y en quienes recae, sin que se lo propusieran, todo el peso de la emisión: el comediante Tony Balardi, que hace a un lado su enorme acervo de humor triple X y se muestra enjundioso, feliz, persistente; Francisco Chacón, árbitro de futbol en el retiro y hoy comentarista deportivo, con una personalidad que siempre fue teatral en la cancha pero que durante el programa se empeña, con seriedad, en aplicarse; Germán Montero, músico, alegre, ligero y con ganas de no ser de los primeros en irse; y David Salomón, diseñador de ropa de muy altos vuelos que muy probablemente sea el ganador, con todo el merecimiento, porque no sólo entiende de organización para su trabajo ante los fuegos sino que mezcla dos cocinas que domina, la libanesa y la yucateca.

Dice el chef Herrera, amigo de esta casa periodística, que la gente del espectáculo sí cocina y no lo hace mal. Habrá que creerle.