A querer o no, de su época y de su trabajo personal se nutrió toda la radiolocución en México. Y, sin embargo, don Héctor Martínez Serrano no impartía clase formal salvo la de su desempeño frente a un micrófono. Fue, a la radio, lo que Jorge Saldaña a la televisión: creó un estilo que lograba lo que en el medio algunos cuantos —no todos, basta escucharlos ahora— buscan: generar un mundo en el escucha tan sólo a través de la palabra.
Desde luego, más allá de su tesón laboral —no hizo pausas en el trabajo salvo las de cambio de emisora—, a Martínez Serrano lo favoreció crecer en un México que se articulaba en gran medida gracias a la radio. Era un país muy inocente, si lo comparamos con el que ahora tenemos, y en el que los habitantes de lo que ya eran grandes urbes necesitaban compañía. En el entonces Distrito Federal la sociedad estaba conformada, mucho más que hoy, por ciudadanos provenientes de las más diversas partes de la República. Esa paradójica y relativa soledad en compañía le imprimió a la radio nacional una enorme fuerza y una presencia casi absoluta en todo el territorio.
La radio hablada, esa gran amiga de solitarios y de familias enteras, vivió un esplendor en el que ubicamos con facilidad al desaparecido Martínez Serrano. El imaginario colectivo con el que coexistía entonces pasaba, desde luego, por los seriales y las radionovelas que se quedaron en la memoria y que moldearon en más de un sentido los usos y costumbres como lo haría el cine de la Época de Oro, pero sin necesidad de salir de casa y con horarios ideales para el escucha. Sólo quienes en la década de los 60 y 70 vivieron bajo una piedra se perdieron de desarrollar la imaginación y extender la propia vida a través de las aventuras, por ejemplo, de series como Chucho El Roto, Felipe Reyes, El ojo de vidrio o, ya en el terreno de los superhéroes, Kalimán. Y, desde luego, de las radionovelas que en varias ocasiones y con el desarrollo de la tecnología fueron llevadas a la televisión.
Era una época que hoy quizá sería políticamente incorrecta a juzgar por sus protagonistas. Si lo vemos con calma, Chucho El Roto era un ladrón, simpático, hábil y galán con las mujeres, pero al fin de cuentas un ladrón. El ojo de vidrio, un tipo de armas que hacía valer su ley en un entorno competitivo, que le era adverso y que lo obligaba a defenderse, pero al fin y al cabo un sujeto que arreglaba sus asuntos por la vía de la violencia extrema. Y Felipe Reyes, un justiciero por mano propia a favor de causas nobles, con un amorío en cada poblado por el que pasaba, o sea, un tipo violento y poco dado a la monogamia.
En ese México de las peripecias de antihéroes y en que la gastronomía nacional se difundía a través de la radio gracias directamente a la madre de todas las cocineras, doña Chepina Peralta, había otro tipo de programas que resultaron ser muy exitosos y seguidos casi por todos aquellos escuchas a donde llegara la señal de la emisora o de sus estaciones afines: El risámetro, El cochinito y La hora del ranchero, entre varios más. Y, en efecto, pertenecían y representaban a ese México inocente y en formación del que hablamos.
En esas emisiones resultó fundamental la conducción de Martínez Serrano: era el cómplice ideal de los comediantes de El risámetro como lo fue de quienes participaban en el programa de concurso El cochinito, y resultó ser del todo empático con aquellos invitados a los micrófonos de La hora del ranchero. Así que su voz se escuchó, con la enorme fuerza de la emisora más potente de entonces, la XEW, como dice el clásico, de costa a costa y de frontera a frontera.
Con todo ese trabajo a lo largo de años y años, Martínez Serrano se volvió para el radioescucha una voz autorizada ya no sólo en el terreno que le correspondía profesionalmente como conductor, sino más allá, y es por ello que habrá quienes lo consideren, con razón, un tipo conservador en el mejor sentido del término, particularmente en las últimas dos décadas de su desempeño. Si bien por una parte se mantenía casi al margen de banderías políticas, por otra, con base en la credibilidad ganada, fue honesto para con su público y consecuente con sí mismo y su formación. En los últimos años, durante su programa matutino de los fines de semana —por cierto, de enorme rescate de la música tradicional—, no faltaba el escucha que le solicitaba orientación respecto de un problema concreto. Y, en algunas ocasiones, en vez de recomendar la visita a un médico especialista, por ejemplo, para alguien que se encontraba en una fase francamente depresiva, su solución era bien intencionada, pero cuestionable: “Métase a la iglesia más cercana”. Entonces, si bien no necesitaba moderar sus creencias personales, sólo dejó que salieran a la luz cuando él mismo no encontraba otro camino y por eso es pertinente insistir en que fue honesto y derecho, así se equivocara.
Pasaba el locutor por los pasillos de la XEW, un lustro antes del terremoto del 85, tranquilo, afable, sin que nadie lo molestara. Y así lo recordará este escribidor que por entonces, y con enorme premura, cortaba cables y armaba noticiarios mientras saludaba con respeto al legendario don Héctor Martínez Serrano.