La guerra non sancta que libra el titular del Ejecutivo en contra de los medios periodísticos que no son afines a su causa —como se ha evidenciado en diversas entrevistas sobre el tema en las páginas de EL UNIVERSAL—, es directa, desde “la mañanera”, aunque hasta ahora quienes han respondido afirman, y es preciso creerles en tanto profesionales honorables, que de manera personal no han recibido de forma directa una indicación que los limite.

Pero hay una abismal diferencia entre no ser llamado a Bucareli o no recibir un mensaje de la gente que trabaja en prensa de Presidencia, a que la libertad de expresión sea ejercida hoy en el país con la holgura que presume el Presidente. Hay libertad, sí, ganada a pulso durante años de trabajo, pero basta mencionar los evidentes errores administrativos y hasta de sentido común del Ejecutivo para que a la mañana siguiente dedique horas a defenderse bajo el argumento o de que su pecho no es bodega o de que tiene el derecho de réplica.

Cualquier ciudadano goza de tal derecho, pero el Presidente no es cualquier ciudadano: tan sólo con una de las atribuciones que vienen con el cargo —al tomar posesión se convierte automáticamente en el jefe de todas las fuerzas armadas— le basta para ser distinto. De modo que aquí hay una lucha a todas luces asimétrica.

Un ciudadano como usted, lector querido, o como todos los demás, podemos acudir al derecho de réplica apegándonos a las reglas que ese derecho marca. Decir que es mera réplica emplear a diario una tribuna a nivel nacional para dar respuesta a un artículo o un comentario que no le resulta favorable al Ejecutivo es un ejercicio, por decir lo menos, abusivo del poder.

De poco o nada sirve que no se marquen, permítame decirlo así, tarjetas amarillas o de plano rojas en contra de algunos periodistas, como era la usanza, porque en su lugar ahora la respuesta se transmite en directo y, para usar la frase hecha, con toda la fuerza del Estado, lo cual implica una presión diaria para quienes practican la libertad de expresión en sus medios cuya fortaleza, por grande que sea, no puede equipararse ni de lejos a la que tiene todo un aparato estatal.

Por otra parte, conversaba aquí su escribidor, café mediante, con un admirado compañero periodista, lo que sucede con los medios afines al actual gobierno. Y la conclusión propia, con la que estuvo de acuerdo mi interlocutor, es que si desde el poder se exige una “lealtad ciega” a sus colaboradores, algo anda muy mal porque la lealtad, por definición, no puede ni ser ciega ni tampoco puede exigirse: se gana y se corresponde. Y de ahí pasamos a la forma en que algunos medios tratan, acríticamente, al poder presidencial: no son sus colaboradores, pero sí se benefician de otro tipo de ceguera, respetable, pero ceguera al fin, que es la fe política. La ecuación es sencilla: si hay un público fervoroso del Ejecutivo renuncia con ello a todo y deposita su voluntad en una sola persona aunque tome decisiones equivocadas o diga tener “otros datos” que en dos años no ha mostrado.

Entonces, ¿es legal que un medio —impreso, radiofónico, televisivo o desde una plataforma virtual— se convierta en vocero de las decisiones gubernamentales? Bueno, legal es, y tiene un mercado seguro y cautivo porque tan sólo alimenta la fe previa de los seguidores. Las preguntas son si vivir de las alabanzas es ético o no y si eso es periodismo o no.

Las presentes líneas, lector amigo, son producto de la libertad de expresión. Aquí la fe, respetable y privada, es de cada quien, porque un diario ha de brindar información y crítica, no sermones.

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