Por lo pronto, la idea del senador Monreal de “regular” las redes sociales, es una mera bomba de humo, un distractor burdo y medianamente aparatoso. Y si no fuera porque su partido tiene al menos en el papel la posibilidad de cometer tan retrógrado despropósito —ir en contra del libre pensamiento y la libre manifestación de las ideas en una plaza pública—, la iniciativa pasaría como una más de las ocurrencias de su partido.

Por el momento le funciona para jalar la marca ante los severos problemas que atravesamos como país y que se agudizaron desde que Morena llegó al poder. Se lleva pues, la discusión, el espacio y el tiempo —el suyo, querido lector, como partícipe de las redes y el de los medios que se abren al debate— a otra parte.

Y, visto así, la jugada es de principiantes: la pandemia que en otros países ha empezado a combatirse no sólo con una planificación clara sino con todos los recursos económicos posibles, ha causado ya en el nuestro una numerosa y muy lamentable cantidad de pérdidas humanas e incrementado el desplome económico que empezó con espantar de un plumazo la inversión privada nacional y luego la extranjera. El plan, por lo que alcanza a vislumbrarse, es que el partido en el gobierno logre mantener su hegemonía desde las gubernaturas hasta el control de las Cámaras colgándose precisamente de una medida última: atacar a la pandemia a través de la vacunación y luego cobrar el favorcito en las urnas.

Y aquí es donde la jugada de pizarrón deja completamente de funcionar: no hay vacunación. Así de simple. Y tampoco había una estrategia de salud más allá de la electorera, como se va demostrando conforme avanzan las horas. De tal suerte que, sin caer en ningún pesimismo y tan sólo a partir de las cifras oficiales de las vacunas que llegan y se aplican, en número redondos continúan y continuaremos sin la vacuna protectora 126 millones de habitantes. O sea, salvo un porcentaje ínfimo, todos en México.

El recurso desesperado del gobierno federal y sus incondicionales en las Cámaras ante cualesquiera de las tragedias que vive el país es soltar con cierta frecuencia bombas de humo, distractores ridículos desde una cartilla moral a la rifa del avión presidencial. Pero ahora, el tiempo electoral se agota y el Ejecutivo, a través del Legislativo, suelta más humo: regulemos las redes.

Esta vez, más allá de mero humo escénico, la sustancia que manejan es altamente peligrosa porque puede volverse real pese al rechazo masivo que se ha manifestado en las redes mismas. Por una parte, en efecto se crea una discusión que no alivia ningún problema, pero genera el suficiente ruido; y por otra, el Ejecutivo y sus Cámaras se curan en salud luego de lo que le pasó al ex presidente Trump.

La presión que en estas semanas se cierne sobre las redes, en particular sobre quienes detentan legal y legítimamente su propiedad, estaría centrada en la carga impositiva, primero, y luego en la amenaza de evitar llanamente que existan. El escenario inicial, pues, implica poner las reglas de convivencia en casa ajena, y el segundo es dinamitar la casa ajena porque no hubo manera de controlar lo que ahí se ventila.

La realidad de que las redes sociales se han vuelto indispensables se impondrá porque su fortaleza reside, curiosamente, tanto en sus creadores y dueños como en sus participantes. Esa casa y esa reunión son tan nuestras como de quienes las diseñaron y justamente por eso nos apegamos a los lineamentos que ya las rigen.

Si esa bomba de humo se vuelve legislativamente una bomba termonuclear, generará daños incalculables, pero estallará primero en las manos de quienes quisieron jugar al aprendiz de brujo.

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