La única manera de saber si una entrevista es buena es centrando la atención en las preguntas. Ahí está la clave de todo. El entrevistado, al aceptar el intercambio, ya abre la primera puerta a su desempeño, sea cual sea, pero es sólo la puerta de la cochera y todo lo demás está cerrado, con llaves electrónicas, alarmas y cámaras de seguridad. Y allá adentro, en un pequeño estudio al que nadie tiene acceso más que el entrevistado mismo, está la información que el lector, televidente o escucha espera y, por supuesto, merece.
Acompáñeme en este ejemplo, tenga la amabilidad. Pensemos en un creador, una pintora. Y veamos dos tipos de preguntas para calibrar la calidad del ejercicio periodístico que tenemos delante. Una de ellas, para decepción de quienes somos asiduos a las entrevistas, sería del tipo “Maestra, ¿y usted en qué se inspira cuando está frente al lienzo en blanco”. En cuanto leemos, escuchamos, o vemos y escuchamos una pregunta así, sabemos que ya todo valió madres: ahí no hay un periodista, sino un advenedizo que a saber por qué artes oscuras consiguió el encargo. Y por más esfuerzos que haga la pintora, también ella se da cuenta que aquello es una pérdida de tiempo. Así que dará respuestas breves y genéricas para sacarse de encima y echar de su espacio y de su vida al presunto entrevistador.
Pero veamos una segunda formulación, realizada por otra persona, a la misma pintora. “Su pintura cambió de forma radical, no sólo en el color sino en la selección de personajes exactamente una década. Fue cuando usted dio a conocer la exposición en Nueva York. Dos años antes, había tenido la sensible pérdida de su señor padre. Tal vez haya una correlación entre ambos hechos”. La respuesta a ello, que es de por sí una afirmación muy seria, además, lo habrá notado, es una pregunta sólo que al mismo tiempo es una pequeña maquinaria que desactiva las llaves electrónicas, apaga las cámaras de seguridad y nos sitúa (al creador, al periodista y a uno como receptor de aquel trabajo) justo a la entrada del lugarcito donde la creadora guarda vivencias personales que, en efecto, han tenido repercusión directa y verificable en su obra.
Claro que no puede uno, luego de saludar, soltarle semejante afirmación interrogativa al entrevistado así nada más. Para llegar a ese punto hay una preparación previa que se realiza antes de comenzar formalmente la entrevista, o sea, en el periodo que si me permite llamarlo así, es de seducción y que se basa en que la entrevistada sepa que quien tiene delante está ahí porque lo merece, porque conoce su obra y se ha tomado el tiempo de repasar bien su biografía.
Dicho así, se ve muy facilito. Pero, créame, no lo es tanto, para empezar porque en las universidades y escuelas de periodismo no hay una sola materia que contenga el estudio y ejercicio de ese tipo de recursos (naturalmente hay más, desde luego). Y, sobre todo, porque la entrevista es un género sutil y muy poderoso que está infinitamente más cerca del diván que del escenario.
Bueno, pues alguien que sabía trabajar justo así con sus entrevistados —y la mayoría se iban muy agradecidos—, fue el jefe Larry King, a quien un poco la edad y un mucho el maldito bicho del coronavirus se lo acaban de llevar. De él y de otros pocos como él aprendimos lo bueno y quizá hasta lo malo, con la ventaja de que lo malo se puede desechar. Cierto que el hombre llevó una existencia si no turbulenta al menos con uno que otro claroscuro pero que ya caen en su vida personal y ahí quienes lo juzgaron fueron quienes debían hacerlo.
Los adictos a la entrevista tenemos muy claro que para llegar a esa pequeña recámara de secretos que todo entrevistado interesante tiene en sí mismo, se necesita de una base y de seguir varios pasos ineludibles. O sea, de una escalera grande y otra chiquita.