A un siglo de aquel vitral colorido, de aquella reunión de imágenes canoras, de aquel carillón de campanas de cristal, no nos resta sino pura chingada.
Gracias al trabajo de acuciosa investigación del doctor Guillermo Sheridan, corroboramos que, en efecto, el pasado día 24 de este mes se cumplieron 100 años de que Ramón López Velarde fechó su memorable poema “La Suave Patria”.
En uno de los dos volúmenes dedicados al estudio de la obra del zacatecano está el facsímil del manuscrito y al cierre, la fecha. Carece de relevancia si lo fue trabajando poco a poco, lo cual es muy probable dada la extensión del texto, o si lo escribió de un golpe. Para el poeta y para nosotros ese es el día preciso en que lo dio por concluido.
Todo lo que celebraba o sucintamente deslizó López Velarde en esa obra, nos lo cargamos en 100 años, ya fuera por acción o por omisión.
El querido lector puede acudir ya sea en libro impreso o en alguna de las miles de reproducciones que la virtualidad ofrece, al poema, y verá que la realidad desde luego perfectible pero aún amable que refleja era infinitamente mejor que la actual. Toda esa patria con sus contradicciones y sus delicadezas ha sido violada e incinerada.
Y es que, al menos hace un siglo, en México la palabra patria era un concepto noble, una idea aglutinadora, un símbolo y al mismo tiempo un lugar digno, con todos sus asegunes.
Aquí su escribidor fue fraguando esta columna desde hace tiempo para reproducir algunos de los subrayados de los volúmenes Un corazón adicto: la vida de Ramón López Velarde (FCE, 1989) y Un corazón adicto, vida de Ramón López Velarde y otros ensayos (Tusquets, 2002), del maestro —doctor, pero maestro— Sheridan. Pero la maldita realidad se opone porque la única patria que festejar, la que dejó por escrito el poeta, es ya solamente literatura. Nos la arrebataron y de algún modo fuimos cómplices. Ya no haría falta a estas alturas preguntarse si se equivocaron los 30 millones aquellos que pusieron el último clavo hace tres años. Pero sí, se equivocaron, y le dieron en la madre a lo poquito que podíamos llamar patria.
En la edición de Letras Libres correspondiente a agosto de 2001, escribía José Emilio Pacheco: “En 1921 Obregón se aprestaba a celebrar el centenario de la consumación de la Independencia (...) Como Iturbide un siglo atrás, su genio táctico y estratégico había vencido a los ejércitos campesinos. Consciente de que un golpe militar y no un movimiento popular lo había llevado al poder, inventó que todas las rebeliones anteriores desembocaban en una sola a la que llamó Revolución Mexicana.
“Solemnizar ambas cosas requería de cuando menos un poema épico. No había nadie que lo escribiera. Para López Velarde el intento era la única posibilidad de reconciliarse con los vencedores. ¿Cómo hacerlo si su honradez le impedía elogiar al general que jamás perdió una batalla y congraciarse con los asesinos de su jefe que mantenían preso a su amigo y protector Aguirre Berlanga?
“Optó por un poema íntimo que en vez de cantar al nuevo México obregonista se despedía del México destruido por la Revolución. No fue, como algunos quisieron, un segundo Himno Nacional. Sin embargo, su encanto y su misterio están lejos de haberse agotado (…)”
Nos queda, lector, de toda “La Suave Patria”, “el santo olor de la panadería”. Es maravilloso, cierto, pero coincidirá usted en que luego del país que pudimos ser y ya no seremos jamás, es un muy jodido consuelo.