Desde luego, las quejas no se hicieron esperar: todos —es decir los ciudadanos que se enteran de los movimientos políticos en el país, que son muchísimos menos de los deseables— habrían querido un revés frontal en contra de la consulta para juzgar a los exmandatarios que propuso el actual titular del Ejecutivo.
No sonaba mal: marcar una línea clara y que la Suprema Corte dijera hasta aquí llega el poder presidencial y de esa marca hacia acá impera estrictamente lo que en justicia y legalidad corresponda. Y, sí, de primera impresión, aquello pudo funcionar como una delimitación de territorio para fortalecerse y, directamente, regresar a su sitio a quien todo lo que desea se convierte en órdenes para quienes al acatarlas se asumen como sus subordinados.
La historia fue otra.
Lo interesante es que muy pocos leyeran el planteamiento con el cual nadie salió perdiendo y, mire cómo son las cosas, en realidad la Corte salió ganando pese a que el marcador virtual aparentemente declarara un desabrido empate.
La consulta que de cualquier manera va a usar el Presidente no para juzgar en realidad a nadie —porque para la aplicación de la ley no hace falta consulta alguna— sino para fortalecer a su grupo político que lleva dos años a la baja, primero por el manejo caprichoso de la economía —que con muchos trabajos mantiene a flote el titular de Hacienda, y lo hace desde que era subsecretario, lo cual tiene mérito porque ha de balancear los deseos de su jefe supremo y aun así mantener a la nación apenas a flote— y luego por la pandemia que no sólo golpeó y golpeará mucho más al mundo sino que en México, tan francamente desvalido, tiene ya efectos cuya recuperación va a implicar años. La consulta, entonces, es sólo para ganar puntos perdidos rumbo a las elecciones de mitad del sexenio. Y se iba a llevar a cabo porque así era el deseo del señor y se acabó.
Recordemos que la recolección de firmas para poner en la picota a algunos expresidentes —de ningún modo a todos los vivos, nomás faltaba— pese a lo simple que se veía si tomamos en cuenta aquellos 30 envenenados millones de votos, no alcanzó, no cuajó, no se pudo. Así que el Ejecutivo amagó con reformar la Constitución de un plumazo y con las dos cámaras prácticamente a su servicio —recordemos la contemporánea pero ya clásica sentencia de “somos la bancada del Presidente”— a fin de salirse con la suya y al fin repuntar.
Pero antes estaba la Corte, que se vio conminada a emitir un fallo a favor o en contra de la pregunta a consultar. No de la consulta misma, sino de la pregunta, muy amañada, que se proponía llevar a las calles. Y ahí estuvo toda la jugada: para desactivar el bombazo propagandístico de los nombres en una boleta de consulta, la Corte en vez de ganar buscó hacer tablas en esa partida de ajedrez.
Y lo logró: ganó empatando. Esto es: la consulta por sí misma es viable, pero además es innecesaria. Así que, apegados a derecho, concluyeron por mayoría que sí, que podía llevarse a cabo —nadie decía que no— pero cambiaron radicalmente la pregunta, la volvieron genérica, le quitaron la pólvora y sólo dejaron la mecha que le servirá al Ejecutivo para agenciarse unos votos, pero no para recuperar ni siquiera la décima parte de lo perdido más lo que se le acumule. La Corte cumplió con su trabajo de acuerdo a la ley, evitó un cambio a la Constitución y, en términos sintéticos dejó para la consulta: ¿todo aquel que haya cometido un ilícito debe ser juzgado?
Pues sí. Pero eso, ja, ya estaba en las leyes.