Para Leonor Quijada
Está a nada, a dos bolas y dos strikes de celebrar sus 70 años. A unos días, pues. Y el muy cabrón, tan campante.
Cuatro décadas las ha dedicado a escribir con fiereza y una inusitada dedicación desde que publicara el volumen de cuentos de título Mucho qué reconocer. Y desde entonces no se ha detenido. Todo se le resbala al plebe, dicho sin doble sentido. Me ha correspondido verlo desde que decidió dedicarse a la novela, hace ya 20 años, con Un asesino solitario, y siempre, pero carajamente siempre, aunque vea que las calles se abren pronuncia una de sus frases favoritas mientras sonríe apenas:
—Tranquilo, vato. No pasa nada.
Pero sí que le han pasado acontecimientos extraños, por decir lo menos, que pudieron dinamitar esa calma de monje zen que lo caracteriza. Y, en efecto, ni los misiles teledirigidos por la desdicha han logrado moverlo ni un milímetro. Una explicación simplista sería que, oriundo de Culiacán, no le sería difícil conseguir un poco de hierbita vaciladora de primerísima calidad y vivir siempre en ese Nirvana de paz en que se mueve. Pero no, el Élmer ni siquiera se fuma un Ducados. También sería dable pensar que en tierra de la mejor cerveza del país, la Pacífico, se regala dos o tres y de ahí su temperamento relajado. Pero tampoco. Élmer no bebe alcohol. De cualquier otra sustancia de mayor octanaje, ni hablemos: está libre de todo en un estado en el que las ideas de culpa y de pecado, al menos por ese concepto, son cosa de abuelas piadosas.
Llega Élmer a los 70 de edad con 12 novelas bajo el brazo —la más reciente de título La cuarta pregunta, que corre ya con buena suerte lectora— escritas una tras otra en un sitio de lo más convencional al interior de su casa, en la cual casi en un rinconcito está lo que podemos llamar procesador de palabras —difícilmente cambiará aquella reliquia de pantalla negra y caracteres verdes, con sistema antediluviano— y a buena distancia una computadora con todas las de la ley que emplea acaso para asuntos administrativos o correos electrónicos, si es que alguna vez los responde.
El único susto que recuerde, dadas las circunstancias y el sitio, tiene por testigo a otro escritor cuyo nombre reservaré ahora que se ha ganado el nivel de amistosamente intocable. Fue hace ya años. Salíamos los tres de una cena con personas muy circunspectas de la sociedad culichi en la que se habían tocado varios temas que ameritaban al menos un par de horas más de charla. Pero era ya casi la medianoche y en domingo.
—Vamos al lugar aquel tan agradable que cierra tarde, al que me llevaron la primera vez que vine —propuso, con muy buen ánimo el otro escritor.
Nomás faltaba. En menos de que lo cuento, a bordo del auto de Élmer, un conductor extraordinario, estábamos frente al sitio que, según nosotros, iba a esperarnos con los brazos abiertos. Pero pura de Toluca: no sólo habían convertido aquel centro de plática, esparcimiento y buen trago en un restaurante, sino que los responsables habían puesto ya las sillas sobre las mesas y realizaban el aseo nocturno.
—Tranquilos, no pasa nada —decía el insensato ante la tragedia. Llamó a la puerta y el primer mesero en abrir le dio las señas de la nueva dirección del lugar, al parecer, meramente provisional.
Lo de provisional es un eufemismo: lo que había sido un discreto centro de diversiones se había trasladado a una casa de una planta en la que tan sólo habían sumado algunas mesitas y sillas para los paseantes. El sitio estaba al completo, sin exagerar, y como única ventaja tenía dos baños y dos reservados: o sea una amplia recámara dividida en dos por una pared de tabla-roca que no alcanzaron la gracia de las puertas.
Por suerte, la administradora, de memoria prodigiosa, recordaba una noche con chirrines —trío de acordeón, tololoche y percusión— en la que los tres habíamos estado felizmente implicados. El sitio no contaba con salida de emergencia y tampoco es que la necesitara porque la principal era un portón de tres metros de largo que daba a un porche muy fresco pero vacío.
Conseguimos un “reservado”, nos sirvieron un trago y retomamos la charla, entre el humo de cigarros, la música que salía de un estéreo gigantesco y el sonido de las pláticas, gritos de júbilo y risotadas que conformaban el ambiente del lugar. Fue entonces cuando del “reservado” vecino invitaron a Élmer un trago y acudió, a la vista de todos. Ahí lo veíamos conversar con personas que sabían muy bien de su existencia y lo trataban con enorme respeto. Bueno, lo veíamos hasta que dejamos de verlo.
Más de una hora después, el escritor ya en Defcon–1 y pagada la cuenta, me indicó que lo buscáramos muy en serio. Era inútil porque toda la superficie de la casa estaba a la vista. Apareció de la nada 15 minutos después. Salimos en silencio, aquello no era del todo gracioso. En baja voz, al descender del auto, le pregunté dónde había estado, recordándole a la más vieja de su casa, con todo respeto. Su respuesta fue simple:
—Tranquilo, acuérdate que aquí en Culiacán hay un punto de invisibilidad en cada esquina.
Y ahora, a sus casi 70 años, le creo, porque entre amigos lo único que importa es la verdad.