Entre los escasísimos jefes de Estado que no reconocen, pese a las evidencias contundentes, el triunfo del ya presidente electo Joe Biden, destacan dos personajes. Uno de ellos, no debería éticamente negar la realidad como si los ciudadanos de su país estuvieran ciegos. El otro, tampoco, por la misma razón. Uno es el perdedor, por mucho, Donald Trump; el otro —ay, qué pena con las visitas— es el Presidente de México.

Difícilmente puede encontrarse una frontera tan amplia y una dependencia mutua no sólo económica, sino cultural, científica y de todos los órdenes como la que existe entre Estados Unidos y nuestro país. La sola balanza comercial y el tratado que incluye a Canadá —nada más para no olvidar el alcance de tal acuerdo— bastaría para que privara en la actual administración federal si no la elegancia —de la que está muy pero muy lejos— sino al menos el mínimo decoro, la más sencilla cordura.

No es así.

A estas alturas de la jugada, ya poco importa en qué momento el titular del Ejecutivo (y su secretario de Relaciones Exteriores) decida reconocer el triunfo de Biden. Ya no tiene importancia porque el daño ya está hecho.

No reconocer la victoria del adversario desde luego es falta de miras y de grandeza, si lo situamos desde el punto de vista del todavía líder de los republicanos. Pero que desde México se considere a los demócratas y a su presidente electo un adversario, es uno más de los absurdos, quizá el más grave del rosario de despropósitos y caprichos, que ha cometido la actual administración.

Es un triste derecho el del pataleo. Trump sabe que ya sin la investidura presidencial esas demandas con las que amenaza no sólo serán atendidas, sino que luego de ser desahogadas le demostrarán que su conspiración imaginaria no lo salvará de enfrentar, ahora sí, toda la serie de demandas en su contra que van desde comportamientos del todo indebidos como varón hasta la millonaria evasión de impuestos de la que hace gala. Lo sabe. Y pataleará un buen rato.

Mientras, no en Ciudad Gótica sino en nuestro Palacio Nacional, el pataleo se escuda en “el respeto al derecho ajeno” —“si Juárez no hubiera muerto, todavía viviría” (pero en el sonrojo permanente)—porque sin esgrimir ningún argumento tangible el apoyo es para Trump. Desde luego, no es por las palmaditas en el hombro del norteamericano al titular del Ejecutivo, sino porque el interés político de los cuatro eternos años que le quedan consideraba hacerlo al lado no de un populista —hay que tener cuidado con la taxonomía— sino de un demagogo. Esto es, cuatro años más de trumpismo implicaban no sólo un trabajo manejable en las elecciones locales del año entrante sino en las de la sucesión para la cual ya hay por lo menos un nombre anotado en la lista que —oh, hado caprichoso— ve cómo con los votos a favor de Biden se diluyen sus aspiraciones de heredar el trono, el palacio y los pasteles.

Por cierto, los muy escasos pero radicales “comunicadores” que se niegan al reagrupamiento a que los orilla la realidad y que maromean más que los moneros usuales —que ya es mucho pinches decir— con un llamado a la pudenda prudencia, son los mismos que no quisieron entender que cuando las grandes cadenas televisivas de EUA retiraron del aire la perorata infamante de Trump fue no por censura alguna sino por algo llamado línea editorial y código de ética que tiene todo medio cuyo alcance le implica una responsabilidad social concreta. Seguirá el pataleo aquí y allá. Eso sí, con unos zapatitos, míralos, fosfo-fosfo.

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