Sin apenas darnos cuenta, aquello de vivir en las redes sociales se convirtió en una manera de existir. El cambio fue muy paulatino: hace escasamente tres décadas, contar con Internet a través de un lentísimo módem de escritorio era no sólo un avance de trabajo y de comunicación, sino una manera de acercarnos el mundo que no podíamos visitar de otra manera —museos, descubrimientos científicos, juegos— y desde luego de establecer alguna conversación máquina a máquina mediante programas que hoy nos parecen de los Picapiedra, pero que fueron la base de la actual comunicación interpersonal y grupal.

Hasta ahí, con las soluciones que ofrecía avanzar en un texto, guardarlo en un floppy —qué lejanos se ven hoy— y llevarlo luego a la redacción o a la oficina, según, aquello era un enorme salto. Y por la época comenzaron a ser eficaces no sólo los correos electrónicos —sin imágenes y con un formato que nos puede parecer espantoso en el presente— sino algo que vino a cambiar la forma de relacionarnos unos con otros. Que si fue para bien, no está en duda. Desde luego que fue para bien: las salas de chat, los grupos de amigos o conocidos con intereses comunes (el ajedrez, digamos, que podía jugarse de forma remota y en tiempo real) nos acercaron.

Pero, y también fue un beneficio, aparecieron las redes sociales. Menuda alegría la de encontrar a personas queridas en aquellas incipientes maravillas. Y justo eso, déjeme insistir, lo cambió todo. Fue un paso enorme en la evolución del pensamiento: miles, primero, y luego millones de personas prófugas de la letra, recordaron que el lenguaje también se podía escribir y leer, no sólo decir de viva voz. La masificación de las redes, sin embargo, le brindó de manera posterior y en lo que podemos considerar ya la actualidad, la posibilidad de tener una vida en la red. Cuidadín: no digo “otra” vida, sino la vida misma. Y qué bien, pues, como dice la frase hecha, “todo suma”.

Sólo que el poder de las redes sociales implicaría la responsabilidad personal hasta donde, se entiende, empieza la libertad, la vida privada y las creencias de cada uno de todos quienes nos rodean. Pero no sucede del todo así y por ello las empresas han ido endureciendo sus políticas de permisividad para que las redes no se conviertan en lo que son en algunas manos: desinformación pura, muchas veces malintencionada o, acaso, producto de la más absoluta ignorancia.

Desde luego existe la opción de no leer ciertos mensajes en las redes, de darle a la opción de “silenciar” o de “bloquear”. Pero el fenómeno sigue ahí porque el mundo de las redes es reflejo ambivalente, al mismo tiempo fiel y distorsionado, de la condición humana. Y eso sí que no cambia con la tecnología.

Ahí está el caso de la señora Navidad —actriz, cantante— que provoca una respuesta preocupantemente numerosa con sus afirmaciones. Mire, si la señora o quien sea, quiere decir que la llegada a la Luna fue puro cuento, es hasta gracioso. Pero si dice que el atentado a las Torres Gemelas fue una gran mentira, ya se está metiendo en un terreno muy delicado no sólo de geopolítica, sino que niega el dolor de quienes ahí fallecieron o quedaron en muy malas condiciones y también de sus familias. Pero, además, si afirma que el coronavirus no es más que una estrategia algo así como para controlarnos, entonces atenta contra la salud nacional porque lamentablemente hay muchísimas personas que, por inocencia cultural, le creen.

Vivamos en las redes sociales. Pero, aguas, no vaya a ser que pasemos, por descuidarnos, una muy amarga Navidad.

Google News

TEMAS RELACIONADOS