No, no es nada fea. Es linda. Muy pero que muy linda. Y ya a 20 años de su transmisión original en Colombia —y poco a poco en decenas y decenas de países—, una telenovela como Yo soy Betty, la fea sigue tan fresca, amena y sorprendente como lo fue en su estreno y lo es ahora en las retransmisiones, también de orden internacional, que se van produciendo para conmemorar las dos décadas del campanazo en pantalla.
Con asombro, por ahí en esos caminos del señor, encontré hace un par de meses a un sujeto intelectualmente de respeto, un tipo que entiende bien de economía, de letras, de música, y decía muy a la ligera que estaba volviendo a ver Betty, la fea. Desde luego las burlas no se hicieron esperar entre aquellos que tienen dos doctorados, uno en La hija de los apaches y otro en la Sal si puedes, rumbosas pulquerías, más algunos estudios formales en el extranjero. Aquí su escribidor, lo reconozco y lamento, le hice un par de tiros al sujeto telenovelero, el primero de salva, en público, y el segundo, de verdad, en privado, pero sin causarle más que un sustillo. ¿Cómo que una telenovela, grandísimo payaso?, con un lenguaje y unos epítetos que no quisiera reproducir. Aguantó la andanada sin incomodarse y me sugirió, educadamente, que intentara verla, o grabarla y echarle un vistazo después.
Maldita sea. Pero remaldita sea. Tenía razón: Betty, la fea no es sólo un serial más, sino que es literatura exportada de un país de donde viene mucho de lo mejor de nuestra Latinoamérica. Pero es una telenovela, traté de defender mi planteamiento inicial cada vez con menores argumentos hasta que, sorpresas te da la vida, entendí en unos cuantos capítulos lo deslumbrante de aquella maquinaria narrativa. Y, con cierta timidez y muchísimo respeto fui indagando entre gente seria, de la que publica en el presente y otros diarios, personas con preparación concreta, con oficio y tablas. Una decena de sujetos, varones y mujeres, reconocían no sólo estar viendo de nuevo el serial sino que muchos de ellos y ellas lo habían visto ya, hace años, gozosamente.
La trama es perfecta y se apega a los cánones del género pero al mismo tiempo se burla de ellos, no es sólo una telenovela sino una meta-telenovela. Además, y esto queda cada vez más claro, en ese mundo quienes mandan son las mujeres, y no sólo las guapas, que las hay para donde uno mire, sino, sobre todo, las talentosas, las inteligentes, las que saben de economía y finanzas como la protagonista. Y casi todos los personajes están construidos desde muy dentro, con papel maché: filigranas de caracterización. De los varones, que no mandan nada, insisto, destacan los personajes de Freddy Stewart y Nicolás Mora, que merecerían trabajar en Hollywood desde ya. Y de las personajas, caray, todas, desde las que tienen papeles serios hasta las paródicas, si bien es cierto que “no se puede vivir como si la belleza no existiera”, y ahí Aura María, la recepcionista, personificada por Estefanía Gómez, es una diablilla, pero también un caramelo que 20 años después no ha perdido ni una micra de su graciosa majestad.
Ahora y desde entonces muchos de los actores se retiraron o hicieron papeles esporádicos y breves, algo inexplicable si no fuera porque su trabajo y talento en 169 episodios, y el merecido pago por las transmisiones internacionales (doblajes o adaptaciones), les permitieron retirarse en plenitud y no caer en la tentación de superar lo ya insuperable.
Así que Betty, la fea, va, y como lo dice Freddy Stewart, lector televidente: “Perdóneme, pero discúlpeme”.