Solito —las leyendas no reciben órdenes de nadie—, Clint Eastwood se verá forzado a dirigir y desde luego actuar una última cinta con la que de verdad cierre una trayectoria ascendente como la suya. Él y su alma se metieron en la trampa de filmar Cry Macho, así, por sus puros calzones. O sea: ¿Cómo le haces entender a un director que se volvió finísimo, estricto y necesario que es momento de retirarse y no llevar a cabo un proyecto que sin ninguna duda es serie B? No se puede. Es Eastwood, el hombre talentoso, en su momento de gran prestancia física, el director de éxito y además el “todasmías”, el que fríe las papas, el que corta el queso.
Que no, abue, que ya mejor leve la nieve, que nadie se va a creer el cuento, que el mundo ya cambió. Im-po-si-ble. La filmó nada más por demostrar que los tiene muy azules y ahí está el tristísimo resultado: una película con una trama del todo inverosímil por más que se haya ido atrás en el tiempo. Desde el inicio el asunto no pintaba bien porque la cinta es adaptación de una novela que fue dada a conocer en 1975, del mismo nombre. Quizá en aquella época su autor, el también enorme de verdad Richard Nash —prolífica pluma que abarcó el guión, la novela, la poesía y el trabajo de no ficción— consideró que podría funcionar, pero nada más.
Eastwood señala ya en la película que los hechos transcurren entre el último año de la década de los 70 y el primero de la de los 80, de este lado de la frontera México-Estados Unidos. Nash pudo darse el lujo de crear la historia de un vaquero de rodeo, retirado por la vida, que ya en una edad en la cual no debería andar en esos trotes se ve un poco forzado por razones de honor a cumplir con la misión de extraer del país a un adolescente. Como novela de aventuras fronterizas era un lujo para el escritor pero un lujo arriesgado. Y no pasó nada.
Pero llegó Eastwood, vio un personaje que le quedaba bien, casi mandado a hacer, y dijo pues de aquí soy.
Pero no. Ya entre 1979 y 1980 la frontera de este lado estaba perfectamente vigilada y bajo control de por lo menos tres cárteles que cubrían toda la línea desde Baja California hasta Tamaulipas. Desde luego, en aquella época se podía negociar con los señores que manejaban el negocio porque había organigramas escalafonarios, alianzas muy bien pensadas económicamente hablando y también rivalidades que se zanjaban a balazo limpio, pero todavía bajo un cierto código de reglas que después se fue al carajo cuando las grandes organizaciones se atomizaron conforme se hizo más difícil el trasiego de mercancías hacia Estados Unidos.
Así que un vaquero de rodeo, lastimado de la espalda y con una buena cantidad de años a cuestas, en ese momento no se podría haber adentrado en territorio mexicano para sustraer al hijo de una mujer poderosa y con un ejército de hombres armados a su disposición sin que lo regresaran, barato, con unas nalgaditas o, como se dice por allá, sin que se fuera al infierno con plomo de tres calibres.
La realización visual de la cinta es limpia a secas, y quien se lleva la película es la extraordinaria actriz mexicana Natalia Traven —con una muy sólida formación teatral además de una admirable trayectoria académica en otro ámbito—, quien con unos minutos en pantalla trasluce aplomo, decisión, aporta verosimilitud y —señora Traven, de verdad lo digo con enorme respeto— una sensualidad frutal y floral que será difícil olvidar.
—Mejor no haga esa peli, don Eastwood.
—¿Qué no? Hold my beer.