La vida le alcanzó para ser el escritor contemporáneo de lengua hispana más leído en el mundo entero. Y lo consiguió con sólo cuatro de sus novelas que conformaron lo que dio en llamarse El cementerio de los libros olvidados.
En su haber hay más libros, no muchos, dirigidos a lectores muy jóvenes, pero la tetralogía que lo llevó desde el arranque es, simplemente, un prodigio resultado de su natural talento y de muchos años de trabajo intenso, cuidadoso, digno lo mismo de un relojero que de un arquitecto.
Dejemos de lado, de una vez, el término best-seller, que en su caso es del todo ofensivo. Sus novelas, lejos de tener una estructura trillada y conocida, propusieron al interesado meterse en un mundo nuevo, hecho de palabras y habitado por personajes entrañables. No le hizo falta publicidad ni críticas facilonas y compradas ni amiguismos ni nada más que una labor de abeja incansable que se detuvo en dos ocasiones: la primera, cuando dio por terminado el cuarteto de El cementerio de los libros olvidados, y la segunda cuando la muerte, esa maldita entrometida, imposibilitó para siempre que Ruiz Zafón continuara con su labor a la perfecta edad de 55 años.
El fenómeno, que en su tiempo nadie esperaba, dio inicio con La sombra del viento, novela en la que conocemos la existencia de varios personajes que irán apareciendo poco a poco en las subsiguientes entregas. Sujetos muy humanos, llenos de pasiones varias, la mayoría de ellos se diría que ejemplares en su conducta, y algunos desgraciados, que de todo hay en la viña, quienes no sólo contrapuntean las varias historias entrelazadas, sino que a veces ganan.
Nadie esperaba que fuera un fenómeno literario tan grande, ni su autor, que dejó desde la primera entrega con la miel en los labios y en la mirada a sus lectores hasta que a lo largo de 15 larguísimos años fue completando la magia con los títulos que siguieron: El juego del ángel, El prisionero del cielo y El laberinto de los espíritus. De lo cual, y luego de observar a lo largo de la historia el proceso creativo de algunos escritores como él, podemos intuir que hubo antes, al menos, una decena extra de años de maduración de las historias. Desde luego, sería extraordinario conocer en papel, recortes, notas, apuntes, bocetos, planos, cómo logró hacer El cementerio de los libros olvidados. Pero, la verdad, y no sólo por respeto, es muy probable que si entráramos a lo que fue su estudio de trabajo nos encontremos metidos en un laberinto que nos resulte incomprensible. Así que ese proyecto es mejor no intentarlo ni siquiera con la imaginación.
Las obras, desde luego, pueden leerse por separado, con la garantía de pasar horas o días con cada una de ellas si consideramos que en promedio tienen medio millar de páginas. Aunque, si se leen en orden, aquellas tramas que se deseaba más desarrolladas, esos personajes que uno quería tener más tiempo cerca y esa prosa de cuidadoso jardinero, se completan y hacen que, al terminar con El laberinto de los espíritus, cuando se consuma y cierra el enorme mecanismo, como buen lector agradecido, con una rodilla en tierra, alcance uno a pensar con gran afecto: ay, hijito de la chingada, eres un rey.
Me habría gustado decírselo, tal cual, y seguramente él lo habría entendido. Se fue sin que lograra entrevistarlo a cabalidad. La historia es larga, pero se resume en que alguna vez, de paso por México, lo busqué por el camino erróneo, es decir, a través de quien le llevaba la agenda. La única oportunidad, los únicos minutos que “me concedieron” y pude charlar con él, presentarle mis respetos y formular algunas preguntas, él iba, lo llevaban en un auto, a hora pico, y aquí su escribidor iba manejando. Y si en esos ayeres no estaba prohibido hablar por celular y conducir, era de verdad imposible escuchar con claridad lo que decía y mucho más complejo tomar algunas notas, ya no digamos grabar la charla: aquellos telefonitos no contaban aún con esa función. Todavía no completaba el cuarteto narrativo, pero con lo escrito y leído bastó para decirle lo que pensaba de su trabajo, y recuerdo con enorme claridad que agradeció de una manera noble y extraordinariamente tranquila, esforzándose por responder entre claxonazos y demás barullo ambiental. Al poco, la llamada se cortó y no hubo modo de restablecerla. Así que decidí no publicar nada de aquello, y menos cuando al llegar a la redacción de entonces comenté el desafortunado suceso y la respuesta de dos cultísimos tecleadores fue: “¿Ruiz qué?”
Si todavía no acude a los libros de Carlos Ruiz Zafón, lector querido, escuche usted las palabras de uno de los personajes imborrables de la trama, Fermín Romero de Torres: “… A mi edad o uno empieza a ver la jugada con claridad o está bien jodido. Esta vida vale la pena vivirla por tres o cuatro cosas, y lo demás es abono para el campo.”
Una de esas cosas es leer el cuarteto de El cementerio de los libros olvidados, y más ahora, cuando la pluma no volverá a escribir más, el cetro no será tocado por nadie y el trono que ocupó ese rey de la palabra se va a quedar vacío quizá para siempre.