Ayer lunes empezó la cuenta regresiva. Una cuenta dolorosa, cruel, tóxica y quizá letal. En menos de tres semanas, si se mantiene la decisión de enviar a clases presenciales a los mexicanos más desvalidos —los no vacunados— el cantable caminito de la escuela será, sin más, el de la esquela.
Y la responsabilidad no será de los padres de familia —entendiblemente un poco cansados de convivir por la fuerza y no por decisión con sus menores en edad escolar— sino de manera directa sobre el titular del Ejecutivo, quien impuso, como siempre, su capricho, su desgobierno, su absoluta falta de preparación para la gobernanza.
El problema no es el mantenimiento de las escuelas públicas —las privadas son otra historia y a ellas no asiste el grueso del estudiantado—, de por sí en condiciones insalubres. El problema es que estamos como país entero apenas subiendo la cuesta de la tercera ola de Covid con el añadido de la variante Delta, muchas veces más contagiosa y agresiva que sus predecesoras.
El problema desglosado es que no se aplicaron, ni se aplicarán, pruebas a todos los alumnos para descartar el virus; que las instalaciones no cuentan con la ventilación adecuada para asegurarse de que el aire cumpla con la tarea de que no se concentre el bicho en un aula; que los niños y jóvenes difícilmente podrán acudir a tomar clase con un cubrebocas que de verdad los proteja —y cuyo precio inicia en los 35 pesos y su duración es de sólo dos o tres usos—; que los pequeños y no tan pequeños estudiantes deben echar mano de un medio de transporte que tampoco es de ninguna manera el ideal para llegar a las escuelas; y que si por cumplir con el capricho presidencial un solo alumno presenta síntomas, ya será tarde, porque es altamente probable que haya contagiado a sus compañeros y desde luego a su familia con la que comparte la casa.
El gobierno federal ha buscado de todas las formas que se le alcanzan —ocurrencias sobre las rodillas, al fin y al cabo—, deslindarse de cualquier responsabilidad. Quizá la más salvaje de esas barrabasadas fue la famosa carta responsiva que manejaron las autoridades educativas y de la que luego se desdijeron. Sin embargo, serán los responsables en cuanto repunten los contagios, las hospitalizaciones y, carajo, los fallecimientos.
En cuanto pasen unos días —permítame insistir en el tiempo que tarda en incubarse y dar manifestaciones serias el virus, no más de tres semanas—, es muy probable que el mismo Ejecutivo dé marcha atrás a la idea de enviar a los menores a la escuela sin las varias protecciones indispensables.
Y entonces inventará algo, lo que sea, tal vez otra rifa fantasma o la persecución de algún “adversario político” de cierto renombre, y seguro culpará a los medios de comunicación por el desastre. Y subirá fotografías comiendo garnachas. Y dirá que el pueblo es bueno y sabio mientras su nivel de aceptación —que no refleja la realidad que se vive en el país porque sólo es popularidad en una nación para la cual las políticas públicas le son lejanas— sube dos o tres puntitos porcentuales.
Para cuando vengan las próximas elecciones, señaladamente las federales que atañen de forma directa al Ejecutivo, el daño que causa la irresponsabilidad de estos días ya habrá cobrado sus víctimas y serán un recuerdo muy amargo para las familias de muchos de los electores, pero estarán lejos en el tiempo.
Por lo pronto, en menos de tres semanas, este México será otro, más desdichado y con más ausencias permanentes. Y usted sabe desde ahora quién es el responsable.