En su informe anual, el presidente de la SCJN señaló que durante 2019 ingresaron a la Corte 18,814 nuevos asuntos, y que en ese mismo periodo se resolvieron 7,025 expedientes.

Nada mal para quienes evalúan el papel de las instituciones con base en números y porcentajes. Esas cifras, sin embargo, no solo demuestran la creciente demanda de justicia en nuestro país, sino que desvelan un cierto fracaso del objetivo que se buscaba con la reforma judicial que acaba de cumplir 25 años.

En efecto, sobre la base de la reforma de 1987, en 1994 se buscó que nuestro máximo tribunal dejara de ser un Tribunal Supremo y pasara a ser un Tribunal Constitucional —TC—, separándolo de su papel revisor de la aplicación de las leyes, para erigirlo en el guardián del entero orden constitucional. Dotarlo de un nuevo rol institucional suponía alejarlo del gobierno judicial para que pudiera concentrarse de lleno en su papel moderador, sin las cargas vinculadas al reclutamiento de una judicatura que crecía a paso acelerado. Para ello se instituyó el Consejo de la Judicatura Federal.

El ajuste, sin embargo, no pudo neutralizar el peso de la tradición judicial y optó por instituir dos instituciones bifrontes. Así, la Corte mantuvo sus competencias históricas, a las cuales se asociaron las que buscaban convertirla en un TC, haciendo de ella un híbrido con una cabeza orientada a la legalidad y una más apuntando a lo constitucional. Con el Consejo pasó lo mismo, ya que se constituyó como un nuevo órgano de gobierno, con una cabeza externa representada por los consejeros designados por el Senado y el Ejecutivo, y una interna compuesta por la magistratura judicial liderada por el presidente de la Corte.

Estos híbridos dificultaron que la Corte se pudiera concentrar en el arbitraje de las disputas suscitadas en el ejercicio del poder, en la regularidad de las leyes y sus reformas, en la garantía los derechos y libertades de las personas y, en definitiva, en la protección de la salud del sistema democrático, que era la faceta que se buscaba instituir. Obstaculizaron también que la carrera judicial se edificara sobre la base de los méritos, dejando la puerta abierta para que la Corte mantuviera su influencia en la designación de la entera estructura judicial, normalizando la asignación de cargos a partir de los parentescos y afectos, así como el dictado de las políticas judiciales desde su sede en Pino Suárez. Dos asignaturas pendientes de enmendar hacia el futuro.

Llama la atención que durante estos 25 años el pleno de ministros tuvo la capacidad de acomodar su estructura, perfilar sus dinámicas, alinear su funcionamiento, delimitar sus competencias y orientar la función que buscaba desempeñar, a partir de su propia introspección de la tarea encomendada en 1994, con apoyo en la expedición de sus acuerdos generales, reglamentos y jurisprudencia, sin que en todo ese tiempo lo haya logrado de forma coherente y responsable.

Las sesiones dan cuenta de la atención dada a miles de asuntos que no deberían ser de su incumbencia, cuando aún esperamos que salgan a declarar la inconstitucionalidad de la ley Bonilla, a ordenar la política de remuneraciones públicas, a limitar el abuso de la prisión preventiva y a confrontar las regresiones a los derechos humanos que se están produciendo en distintas reformas locales.

Resulta significativo, por tanto, que en 2016 y ahora en 2019 los presidentes de la Corte se hayan pronunciado por una nueva reforma judicial, confirmando que no han podido reorientar a la Corte desde dentro y que necesitan el apoyo del legislador para estabilizar los cambios.

Aún así, de concretarse el ajuste podemos pasarnos otro cuarto de siglo sin que nada significativo suceda, si no se modifican los requisitos para reclutar a los ministros a partir de la selección de perfiles que comprendan a cabalidad el rol de los TC en una democracia en consolidación como la nuestra.

Viendo en retrospectiva, en esta carencia de muchos de sus perfiles se encuentran algunas respuestas a la lentísima modernización del PJF, a su nula apertura hacia la sociedad, a su desdén por la eficiencia institucional, y a su tímido compromiso con los derechos sociales en favor de una sociedad más justa e igualitaria. Ojala atinemos en los cambios para no repetir desaciertos.



Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM. @CesarAstudilloR

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