Ninguna Corte Constitucional es del agrado del poder, si consideramos que su razón de ser se encuentra orientada a frenar a los embates arbitrarios de la autoridad, impedir la autoritaria concentración del poder, y garantizar que ninguna mayoría legislativa pueda hacer lo que quiera en contravención del pacto constitucional.
Para que estén en condiciones de decidir dentro de ese contexto de marcada adversidad, las constituciones han buscado salvaguardarlas mediante garantías institucionales que tratan de blindar su autonomía e independencia, y garantías personales dispuestas a proteger el perfil de sus integrantes, su legitimidad, permanencia, libertad de voto, retribución salarial y fuero, sin dejar de precisar su régimen de responsabilidades, para que puedan decidir sin presiones ni preocupaciones.
Hoy, ninguna de estas defensas ha sido suficiente para modular la beligerancia del discurso presidencial. La extinción de los fideicomisos es solo un pretexto para detonar un embate políticamente estratégico que busca debilitar la legitimidad del PJF mediante la asfixia presupuestal, ubicar a la SCJN como el paradigma de las instituciones privilegiadas, exhibirla como juez y parte interesada ante las inminentes declaraciones de inconstitucionalidad que se avecinan, y señalarla como el enemigo público número uno para mantener encendida la promesa de campaña de votar por una magistratura del pueblo, elegida mediante sufragio popular.
La afrenta es de tal magnitud que es necesario articular una defensa, no ordinaria, sino extraordinaria del entero PJF, en este momento definitorio en donde el curso de los acontecimientos marcará un antes y un después de la justicia mexicana. Y es que existen momentos clave donde la intervención del máximo tribunal es inminente y decisiva, de cuya respuesta depende el curso de la convivencia colectiva, en democracia o en autoritarismo, en donde no caben vacilaciones o tibiezas, sino contundencia, firmeza y altura de miras.
Es indudable que el arsenal jurisdiccional se irá activando para confrontar la reforma mediante acciones, controversias y amparos, o incluso, mediante la activación autónoma de un expediente a trámite, implicando al propio PJF en la revisión de un acto legislativo que lo lacera frontalmente.
En este contexto, la SCJN desempeñará un papel clave para zanjar este diferendo, pues al margen de la vía utilizada, tendrá ante sí la oportunidad histórica de dejar constancia documentada de una defensa excepcional y nunca antes vista, del núcleo genético del Estado constitucional y de la independencia judicial, mediante una resolución que se esperaría modélica, por su significado histórico y su robustez argumentativa.
Hace 71, en la Alemania de la posguerra, el Tribunal Constitucional se enfrentó a un momento decisivo que logró superar con éxito, y que le confirió la autoridad con la que hoy se presenta en el concierto de las altas cortes. Y es que la Ley Fundamental de Bonn dio paso a la existencia de un TC, pero lo reguló dentro del capítulo referido a la “jurisdicción”, junto a los demás tribunales del ámbito federal, lo cual generó ciertas suspicacias por las injerencias que dicha ubicación permitiría al Ministerio Federal de Justica, y con ello, a los designios administrativos del Gobierno Federal.
En una decisión histórica, el Pleno del TC se activó autónomamente para abocarse a delimitar el estatus, la posición y el rol que el orden constitucional le había confiado. Para ello, decidió que el gran constitucionalista y juez constitucional Gerhard Leibholz elaborara un Informe integral sobre el “Estatus del TC”, que fue presentado al Pleno el 21 de marzo de 1952.
En dicho Informe, Leibholz concluyó que el TC era un órgano judicial sui generis y una institución constitucional de la federación, suprema y autónoma, orientada a resolver disputas de contenido político sobre una posición neutral, imparcial e independiente. Subrayó que su condición autónoma garantizada constitucionalmente no le permitía renunciar a su autonomía presupuestaria. Sostuvo -al margen de lo que hoy se escucha-, que el TC era un órgano representativo, con un estatus similar al de los demás órganos representativos del Estado -Parlamento, Consejo, Gobierno y Presidente-, y que esa connotación impedía que los jueces constitucionales fuesen considerados como funcionarios públicos ordinarios, ya que eran igualmente representantes populares, cuya legitimidad derivaba del pueblo mismo, al igual que la de los demás poderes del Estado. Consecuente con ello, afirmó la importancia de un estatuto que precisara la posición jurídica de sus miembros y les dotase de las garantías de independencia necesarias.
La fuerza y autoridad con la que el Informe fue presentado y aprobado, hizo que todos los poderes y autoridades alemanas, comenzando por el Presidente de la República, se vieran constreñidos, desde entonces, a respetar sin ambages al TC.
Se viene un momento clave entre nosotros, donde la mayoría de 8 ministros habrá de ponerse, al igual que su correspondiente alemán, frente al espejo de la historia en la defensa del orden constitucional, la separación de poderes y la vida democrática. Esperamos esa modélica decisión.
* Investigador en el Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM.