Desde que la SCJN cambió de identidad para erigirse en el guardián de la Constitución de Querétaro, hace ya más de 25 años, se ha visto llamada a solventar los diferendos surgidos en el contexto de tres relevantes acontecimientos políticos: la primera alternancia presidencial, el Pacto por México y la 4ª. Transformación.
En estos últimos cuatro años han tenido lugar una veintena de cambios constitucionales que han modificado radicalmente el régimen institucional del país, y que han orillado a la oposición a confrontar, ya no por la vía política sino por la judicial, el contendido de dichas reformas, para que sea la SCJN quien verifique si este constitucionalismo transformador tiene asidero dentro del consenso constitucional vigente y si la visión política de la 4T es compatible con los valores arraigados en nuestra incipiente democracia.
La revisión documentada del manejo judicial de los grandes temas de la 4T ha hecho patente que durante la gestión 2019-2022 de la SCJN, la discrecionalidad para seleccionar los temas que necesitaban priorizarse y aquellos que debían reposarse fue una de las notas distintivas de dicha presidencia.
El manejo de los expedientes condujo a que se atendieran de manera preferente aquellos asuntos orientados a ampliar el margen de actuación de las fuerzas armadas, implementar mecanismos de austeridad y topar los salarios de los altos funcionarios, que fueron dos grandes banderas de la campaña presidencial, así como a poner en marcha el mecanismo de revocación de mandato y la consulta para enjuiciar a los expresidentes. La gestión de los asuntos clave propició que el análisis de la Ley de la Industria Eléctrica se anticipara a la discusión de la polémica reforma constitucional en materia energética, cuya controvertida votación impidió la declaración de invalidez de distintos artículos.
En cambio, aún esperan turno para su discusión un amplio volumen de impugnaciones cuyo resultado podría fijar límites a la escalada de la militarización, delimitar las potestades decisorias del presidente, y dotar de mayores capacidades a los órganos autónomos del Estado.
Desde 2019 se encuentran archivados asuntos que en 365 días culminaron oportunamente su tramitación procesal y cuentan con proyectos de resolución, mientras otros siguen avanzando lentamente bajo el manejo de algunas ponencias.
Baste señalar, por ejemplo, dos acciones de inconstitucionalidad de 2019, que llevan más de 3 años y medio ahí, mientras aguardan pacientemente en alguna gaveta. En una se impugnó la Ley de la Guardia Nacional, para que la SCJN determinara si el margen de actuación que se otorgó a ésta para realizar labores de investigación para la prevención del delito es o no excesivo. En otra, la Ley Nacional del Registro de Detenciones obligó a registrar de manera inmediata cualquier detención realizada por las policías, pero curiosamente exentó de esa responsabilidad a las fuerzas armadas.
En enero de 2021, senadores de oposición objetaron las reformas que transfirieron a la Secretaría de Marina la seguridad de puertos y aduanas, la cual lleva más de dos años archivada. En ese año, los diputados también impugnaron la Ley Orgánica de la Armada de México, argumentando que la forma en que se estipula la participación de las fuerzas armadas en labores de seguridad es contraria al orden constitucional. El año pasado, los senadores controvirtieron el decreto que habilita la incorporación de la Guardia Nacional a la Sedena, y le cede su control operativo y administrativo, cambiando su naturaleza originaria como entidad civil, y su adscripción orgánica a la SSPC.
Es cierto que en 2022 la SCJN resolvió la controversia constitucional que confirmó que el Ejecutivo si estaba habilitado para expedir el Decreto que dispuso la participación de las fuerzas armadas permanentes en tareas de seguridad, pero también lo es que utilizó una salida formal para esquivar los cuestionamientos que la orillaban a definir el régimen constitucional de la seguridad pública, a los que difícilmente podrá rehusarse cuando decida desempolvar los asuntos pendientes interpuestos por distintos estados de la República.
La parsimonia de nuestro máximo tribunal ha dejado a la deriva la actuación de buena parte de los órganos constitucionales autónomos -Cofece, IFT, Inegi, INE, BM, Inai-, quienes se vieron obligados a impugnar las sistemáticas afectaciones presupuestales previstas en el PEF de 2019, 2020, 2021 y 2022. La omisión de resolver en tiempo varias de ellas condujo a que la SCJN declarara que, ante el cese de la vigencia anual del presupuesto, ya no tenía caso entrar al fondo de los asuntos, archivándolos, en definitiva. Solo en el contexto del ejercicio fiscal 2022 determinó que la Cámara Baja debía realizar una motivación reforzada si modificaba el monto presupuestal solicitado por el INE.
La demora ha tenido un efecto práctico profundamente pernicioso para la vida constitucional de la república, manteniendo un estado de incertidumbre que se ha aprovechado para la penetración cada vez más invasiva de la presencia castrense en distintas parcelas de la vida civil, y la debilidad creciente de nuestro edificio institucional, cuya cimentación, por el simple paso del tiempo, hará cada vez más difíciles las decisiones orientadas a detener, circunscribir o revertir los daños. Si la dilación se erigió en una política judicial estelar de la SCJN durante gestión del ministro Arturo Zaldívar, corresponde ahora a la presidenta Norma Piña recomponer la ruta y demostrar que un auténtico Tribunal Constitucional debe resolver con prestancia y oportunidad los temas clave que pongan en riesgo la salud de nuestro sistema democrático.