No cabe duda que ninguna sociedad se encuentra preparada para una catástrofe y mucho menos para la potencial extinción de la vida. Todos los esfuerzos de la sociedades modernas se encuentran orientados más bien, hacia la búsqueda del desarrollo y la prosperidad, suponiendo que más allá de los acontecimientos vitales que escapan a nuestro control, la vida habrá de continuar.
Precisamente por ello, la pandemia del COVID-19 ha desvelado que el derecho tampoco se encuentra preparado para enfrentar con prontitud y eficacia este tipo de situaciones extremas derivadas de emergencias sanitarias, ni tampoco las que provienen de cataclismos naturales, calamidades públicas o conflagraciones armadas.
Nuestro orden constitucional contiene unas pocas disposiciones para que desde el gobierno se pueda enfrentar este tipo de situaciones, inicialmente a través de una declaratoria que autoriza una acción más libre y discrecional de la autoridad mediante la suspensión de derechos y garantías, y enseguida con la previsión del Consejo de Salubridad General, a quien corresponde la rectoría de las decisiones sanitarias en caso de una pandemia como la que estamos sufriendo.
Rápidamente ha quedado de manifiesto que el derecho mexicano se ha visto rebasado, tal y como ha sucedido también con los ordenamientos de muchos países, por su franca incapacidad para afrontar a escala nacional una emergencia de proporciones mundiales que en muy poco tiempo nos enseñó su poder para transitar por todas las fronteras, con sus muros divisorios incluidos.
Vamos, ni siquiera contiene las previsiones para ordenar internamente una respuesta articulada jurídicamente, soportada financieramente, pero sobre todo cohesionada políticamente para que las medidas adoptadas por el Consejo de Salubridad sean puntualmente acatadas e implementadas por el gobierno de la república, los 32 gobiernos estatales y los 2,465 gobiernos municipales, sin excepción.
En esta crisis el gobierno tardó en reaccionar y reconocer la emergencia sanitaria, inicialmente catalogada como enfermedad grave de atención prioritaria, y dicha inacción impulsó a miles de ciudadanos a tomar sus propias precauciones para que luego, un amplio número de autoridades, instituciones, universidades y empresas hicieron lo propio con medidas regularmente bien orientadas, sin faltar gobiernos que por protagonismo o ignorancia llegaron al extremo de ordenar toques de queda y proponer sanciones administrativas y penales desproporcionadas. La crónica de una emergencia desarticulada donde la Conferencia Nacional de Gobernadores ha brillado por su ausencia.
Es evidente que el derecho “de” y “ante” la emergencia ha quedado completamente desfasado, y que no está siendo una herramienta útil para estructurar la acción gubernamental, ni para promover la paz social dentro de la vorágine y desesperación, renunciando así a su propósito esencial de articular una ruta de navegación para salir bien librados de la tempestad.
Ningún país, por desarrollado que sea, tiene las herramientas para enfrentar una pandemia de esta envergadura desde su aislamiento nacional o, incluso, desde su poderío multinacional -la Unión Europea-, y semejante constatación debería obligar a las naciones a impulsar nuevos acuerdos con vocación mundial para establecer estructuras globales con capacidades más especializadas en pandemias, visto que estamos destinados a convivir con ellas.
Pero los países deben hacer lo propio hacia adentro, pues lo que no puede suceder en este tipo de emergencias, es que un federalismo desvertebrado como el nuestro, conduzca al olvido, la parálisis o la sobrerreacción, como dramáticamente lo estamos atestiguando ante la falta de suministros esenciales, ni que las diferencias políticas profundicen la desunión y llamen al rompimiento de los lazos de solidaridad entre nosotros, tal como lo empezamos a advertir en el diferendo entre el gobierno de la República y un puñado de gobiernos locales, en su exigencia de replantear el pacto fiscal.
No parece existir otra salida que impulsar un nuevo derecho “de” y “ante” las emergencias, que por su propia naturaleza tenga una dimensión multinivel, para que tenga la posibilidad de ofrecer respuestas con vocación mundial, dando lugar al impulso de nuevos mecanismos rectores de alcance nacional, y permitiendo la generación de respuestas articuladas conforme a las exigencias de cada gobierno local.
Rescatemos el valor del Estado de derecho. No debemos olvidar que cualquier emergencia, por su propia naturaleza, libera los condicionamientos, exacerba la discrecionalidad, acelera la toma de decisiones, modula los controles y posterga las responsabilidades. Y precisamente por eso necesitamos que el derecho mantenga su capacidad de control político y ordenación social, para tenerlo de aliado, como la voz de la razón dentro del concierto de las decisiones improvisadas, políticamente interesadas y potencialmente devastadoras.
Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM.
@CesarAstudilloR