Para quienes estudiamos la vida congresual federal y local no hubo nada sorprendente en las filtraciones atribuidas a Lozoya respecto al pago de sobornos en la aprobación de la reforma energética. Probablemente hayan llamado la atención los nombres aludidos, los partidos políticos señalados y los montos erogados, pero no así la práctica de retribuir a los representantes populares cada vez que tienen que levantar la mano para apoyar una ley o respaldar una decisión.

La trama de Lozoya ha desvelado un añejo proceder que no solo ha ensombrecido a las dos cámaras federales, sino al conjunto de los cuerpos legislativos del país, infectados desde antaño de prácticas corruptas que se niegan a remover y que los mantienen liderando los principales rankings de opacidad y uso discrecional de los recursos públicos.

De alguna manera, las reformas constitucionales de las últimas dos décadas han buscado que el manejo eficiente, honrado y programado de los recursos del erario, así como la transparencia y la rendición de cuentas en su gestión, sean los referentes de actuación para los poderes públicos, de la mano de un poderoso acceso a la información elevado a la condición de derecho fundamental. La legislación, por su parte, ha orientado la actuación de las autoridades federales, estatales y municipales, articulando instituciones y procedimientos para fiscalizar objetivamente su desempeño a través de contralorías internas y auditorías externas.

Paradójicamente, toda esta regulación jurídica parece que por arte de magia no ha sido aplicable a los propios parlamentos, ya que éstos han persistido en el manejo absolutamente discrecional de sus presupuestos con el objetivo de contar con ámbitos de actuación que les ha facilitado una interacción más libre, irregular y recíprocamente encubierta entre los representantes populares.

Las historias de este añejo “pacto” se reproducen por doquier, pero el elemento común a todas ellas es que no ha habido ámbito de la actividad parlamentaria que no haya estado vinculado a estos incentivos perversos que mantienen fuertemente unida a la política con el dinero. Siempre han existido temas políticos por solventar y siempre ha estado disponible una bolsa para el uso discrecional de quienes tienen el control político de las cámaras.

Así, los pagos no han distinguido partidos a la hora de comprar su voto, de tal manera que los integrantes de la fracción gobernante han podido reivindicar su derecho a recibir un emolumento adicional, igual al que se le otorga a los disidentes, para acompañar una iniciativa gubernamental. Los montos asignados varían en función de la relevancia del acto a validar, y del papel que cada representante tenga al interior de las cámaras, ya que hay quienes elevan su precio si integran la comisión que proyectará el dictamen aprobatorio que será discutido en el pleno.

La designación de titulares de órganos “autónomos”, la aprobación de las cuentas públicas, de reformas constitucionales o iniciativas legislativas ha estado sujeta a la compra de conciencias en distintos extremos del país. El aval la contratación de nueva deuda pública ha tenido siempre un precio más elevado, aunque ello signifique sacrificar el bienestar de las generaciones futuras.

Y no sólo eso, la intermediación legislativa también ha construido sus tarifas cuando se trata de desactivar juicios políticos, obstaculizar declaraciones de procedencia para retirar el fuero, componer las cuentas públicas o atemperar la imposición de sanciones.

Todo un catálogo de tarifas que desvelan la anatomía de una representación política cuyos principios ideológicos son cada vez más dúctiles, sus partidos más pragmáticos, sus oposiciones más dóciles, sus satelitazgos más entregados y sus representantes populares mayormente sometidos al mejor postor y al negocio más redituable.

No hay duda que todo tiene que ver con el circulo vicioso de la política, pues hacer política en este país supone una maraña de compromisos para la obtención de una candidatura partidista, también sujeta a transacción, y para hacerse de fondos suficientes, no necesariamente legales, de patrocinio a la campaña, cuyas facturas no se saldan con los salarios que se devengan durante 3 o 6 años.

En este sentido, la austeridad republicana, al menos en el ámbito parlamentario, mantiene los alicientes que fomentan la corrupción, lo cual camina en sentido contrario a la purificación de la política que se nos prometió en campaña.

Acaso por ello, si realmente se quiere la transformación de la vida pública del país, el caso Lozoya debería servir para sacar a la luz la latente corrupción parlamentaria, y para patentizar la necesidad de una profunda e integral reforma a nuestro sistema representativo y a sus prácticas parlamentarias.

 
Académico de la UNAM. @CesarAstudilloR

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