Hace unos días platicaba con un amigo sobre viajar por tierra y aire en México. Por tierra los relatos incluyen asaltos en carreteras federales; tráileres volteados o manifestaciones que detienen los caminos por 7 u 8 horas y convierten un viaje de día en uno de noche y un trayecto de 5 o 6 horas en uno de 13; retenes de paramilitares (o ¿habrán sido autoridades no identificadas?) y cateos militares sin orden judicial. También hablamos de los viajes en autobús con olor a rajas en vinagre, la película que no se oye bien en el altavoz y las llegadas de madrugada a las terminales.
Sobre los viajes de aire, lamentamos el servicio de las aerolíneas mexicanas que sobrevenden o cancelan vuelos, atrasan o adelantan horarios sin aviso previo. Me contó del vuelo con Volaris de Monterrey a Ciudad de México que salía por la mañana, pero estaba sobrevendido. Para no quedarse hasta la noche en Monterrey tuvo que aceptar volar vía Mérida, ahí de pasada. También del vuelo de Interjet (que en la quiebra descanse) que viajaba de Ciudad de México a Aguascalientes pero hizo escala en San Luis Potosí para bajar y subir pasaje como si fuera autobús local. Conté del atraso de más de 22 horas con Volaris, cuando fui a la playa en la costa de Oaxaca con mis hijos. Nos ofrecieron por el inconveniente un váucher de $1500 por cada pasajero que podíamos usar en cualquier viaje futuro. “¿Quién va a querer viajar otra vez con ellos?”, nos dijimos ofendidos. Pero seis meses después y luego de revisar las exorbitantes tarifas de Aeroméxico -que también ya nos había dejado esperando en algún aeropuerto-volvimos a comprar con Volaris. Se acercó el día del viaje y mi pareja dio positivo a Covid. Al intentar cambiar las reservaciones, resultó que el uso del váucher impide hacer cambios en el boleto comprado -aun si el valor del mismo no representaba ni la mitad del precio pagado-. Tuvo que quedarse sin viaje y sin familia que lo cuidara. Llegando a nuestro destino, mi maleta se había perdido. Ahí estaba yo parada mirando la banda de equipaje ya detenida, con una sola maleta que no era la mía. Muchas horas después, con niño dormido en el piso al lado del mostrador, me atendió -finalmente- personal de Volaris: le queremos ofrecer, como recompensa, un váucher de descuento, para usar en cualquier boleto con nosotros. Me convertí en una miura. Dejé el aeropuerto agotada, sin otra ropa que la que traía puesta, pero con la promesa de una compensación en efectivo (que a la fecha no he visto).
Recordando estas experiencias, imaginé cualquiera de las escenas en los aeropuertos con militares del otro lado del mostrador. (Apenas hace unos días
la Cámara de Diputados aprobó la iniciativa del presidente López Obrador que permitiría la creación de una aerolínea operada por el ejército mexicano.) La imagen de turistas reclamando un mal servicio a los uniformados y estos respondiendo desde su entrenamiento militar es casi cómica, pero el contexto de extensa militarización que vivimos le quita lo chistoso. ¿Se imagina usted a la Profeco sancionando a la Sedena por violar los derechos de los consumidores si no puede el poder civil siquiera sancionar los actos de corrupción, espionaje u homicidio que cometen miembros de la institución?
La reciente decisión de la Suprema Corte que declara inconstitucional el traslado de la Guardia Nacional a la Sedena es un freno importante a los caprichos del presidente y a la militarización, pero esta es ya de tal magnitud que es difícil entenderla como algo más que simbólica. López Obrador prometió regular mejor las grandes empresas de México, en lugar de ello nos dio servicios turísticos y de transporte militar. La verdadera transformación de este sexenio será la sumisión de los poderes constitucionales a los intereses militares.