El 29 de noviembre de 2009, en el contexto del Operativo Conjunto Chihuahua, militares desaparecieron a Nitza Paola Alvarado Espinoza, José Ángel Alvarado y Rocío Irene Alvarado Reyes, en Chihuahua. Poco antes, había sido secuestrado y asesinado en Buenaventura, Chihuahua un comandante de la Policía Federal. Tras el asesinato, efectivos de la Policía Federal y del Ejército recorrieron ranchos, instalaron retenes en carreteras y caminos, vigilaron la entrada de los poblados y detuvieron a varias personas por su posible relación con el homicidio. El día de la desaparición, José Ángel y Nitzia fueron abordados por hombres con uniformes tipo militar afuera de la casa de la madre de José Ángel. Luego de cuestionarlos y un breve forcejeo, los subieron a un vehículo. Una hora más tarde, sujetos encapuchados —vestidos con uniforme militar, casco y arma larga— entraron al domicilio donde se encontraba Rocío Irene con sus hermanos, su madre y su hija de 2 años. Luego de revisar la casa, le dijeron a Rocío Irene que estaba detenida y se la llevaron. Hoy, sigue sin conocerse el paradero de Nitzia, José Ángel y Rocío.
Después de la desaparición, sus familiares promovieron acciones legales ante diversas instancias. Como respuesta, obtuvieron amenazas e intimidaciones. Casi diez años tuvieron que luchar en estas circunstancias. Finalmente, en 2018, la Corte Interamericana de Derechos Humanos condenó a México por estos hechos. En la sentencia, se establecen las obligaciones concretas que debe seguir el Estado si utiliza militares para la seguridad pública.
El Acuerdo recién emitido por el Presidente López Obrador para facultar a los militares en tareas de seguridad pública, viola de manera flagrante estas obligaciones que además quedaron expresamente incorporadas a la Constitución con la reforma que dio vida a la Guardia Nacional.
El viernes pasado, la diputada Laura Rojas, como presidenta de la Cámara de Diputados, presentó una controversia constitucional ante la Suprema Corte en contra del Acuerdo por considerar que es el Congreso y no el presidente quien debe regular a las fuerzas armadas. El fin de semana, la CNDH también hizo un llamado para que el congreso regule. El acuerdo, además, señala la demanda, es abiertamente violatorio a las obligaciones establecidas en la Constitución y por la Corte Interamericana. La seguridad pública, dice este organismo, debe estar reservados a cuerpos policiales civiles. No obstante, “cuando excepcionalmente intervengan en tareas de seguridad, la participación de las fuerzas armadas debe ser: extraordinaria, subordinada y complementaria, regulada y fiscalizada.” Cada uno de estos términos tiene un contenido concreto. No es por capricho que se incorporaron a la Constitución, sino por el riesgo que representa tener a instituciones castrenses realizando labores de policía, como nuestra propia historia ha demostrado. El Estado debe cumplir con estas condiciones para garantizar la no repetición de casos como el Alvarado Espinoza.
El gobernador de Michoacán, Silvano Aureoles, también presentó una controversia en contra del Acuerdo. También lo hizo el Presidente Municipal de Colima, Leoncio Morán. No podemos olvidar que en Michoacán se dio el primer despliegue militar en 2006 y que la estrategia de despliegues militares ha mermado la construcción de policías civiles locales.
Llevamos 13 años sumidos en una guerra que parece no tener fin. López Obrador ganó las elecciones con una promesa de paz, de una estrategia de seguridad distinta que incluía la desmilitarización y un cambio en la política de drogas. La Guardia Nacional fue avalada por todos los partidos y congresos porque ofrecía un proyecto muy concreto de construcción de instituciones civiles y de desmilitarización de la seguridad. Ahora el presidente pretende usar al Ejército sin sujetarse a reglas. Con ello, pone en riesgo a los habitantes, a los miembros de las Fuerzas Armadas y a la posibilidad de construir la paz.
Profesora investigadora del CIDE.
@ cataperezcorrea