Hace años, cuando hacía mi investigación doctoral, realice una breve estancia en una agencia del ministerio público de la Ciudad de México. Quería estudiar las dinámicas de trabajo en la agencia para entender la brecha existente entre el derecho escrito y su práctica. Aprendí mucho sobre el sistema de justicia penal mexicano, sus fallas y limitaciones. Las exigencias burocráticas al personal en el sistema escrito hacían que gran parte de las horas laborales se perdieran en el armado de expedientes o en cumplir con requisitos que nada tenían que ver con la calidad de la justicia. Ante la carencia de recursos y la imposibilidad de enfrentar la abrumadora carga de trabajo, los peritos y agentes optaban por atender los casos más fáciles -de flagrancias- por encima de los más difíciles -y normalmente más graves-. Al final, estos contaban igual para avanzar carreras y lograr ingresos por estímulos de desempeño. Parte de mi tiempo lo pasaba en la barandilla, observando como llegaban personas a pedir informes o levantar una denuncia, un reto no menor. Cualquier excusa era buena para evitar la apertura de un nuevo expediente porque implicaba más trabajo.
Cada semana, el fiscal encargado de la agencia daba instrucciones. En una ocasión, informó al personal que el jefe de gobierno -entonces Andrés Manuel López Obrador- había ordenado la reducción de los índices delictivos. Por supuesto, era absurdo dar esa orden a los ministerios públicos, porque su trabajo consiste en investigar delitos ya cometidos, no prevenirlos (esa tarea corresponde a la policía preventiva). En consecuencia, la única herramienta para disminuir los índices delictivos era registrar menos delitos, y la forma más fácil de hacer eso era desalentar la denuncia. “¿No trae su credencial?” “¿Cómo ve mejor levantar una constancia de hechos en lugar de presentar denuncia?” “Esta no es la jurisdicción correcta”, le decían a las personas que buscaban denunciar un delito. Solo las más necias, o más desesperadas, continuaban el viacrucis de interponer una denuncia. Las autoridades no buscaban disminuir delitos, sino evitar su registro y así ocultarlos de las estadísticas oficiales.
La desaparición de desaparecidos que ha llevado a cabo el gobierno federal para disminuir la cifra del Registro Nacional de Personas Desaparecidas y No Localizadas, me hizo recordar estas prácticas. Tras implementar la Estrategia Nacional de Búsqueda Generalizada de Personas Desaparecidas, el gobierno federal pasó de contabilizar a 110,964 personas desaparecidas, a reconocer a 12,377 (11% del total). Con justa razón, esta nueva cifra ha causado enojo e indignación entre familiares de personas desaparecidas que buscan desesperadas a sus seres queridos. De acuerdo con algunos testimonios, fueron contactados por servidores de la nación, que sin facultades para realizar tareas de búsqueda o investigación, preguntaban si ya había aparecido la persona y ponían en duda el hecho. El problema, sin embargo, no es solo la negación de la magnitud de crisis humanitaria que se vive en el país, sino sus implicaciones: el gobierno solo buscará a los desaparecidos oficialmente reconocidos -uno de cada diez- dejando a las familias en un peor escenario del que ya tenían.
Hace unas semanas, escribía en este espacio también sobre los problemas de registro de homicidios en la CDMX. Claudia Sheinbaum presume una reducción de 51% en los homicidios de la Ciudad, pero las cifras del INEGI muestran un creciente número de muertes violentas no determinadas, cuyos certificados de defunción no cuentan con suficiente información para afirmar que fueron homicidios.
Entre la desaparición de desaparecidos y los muertos que no cuentan, la estrategia parece ser reducir cifras y así controlar la narrativa. La justicia queda ahí, como una promesa más incumplida por una transformación que en seguridad se ha reducido a militarizar, negar y asegurar que hay otros datos que desmienten la realidad.
Maestra y doctora por la Escuela de Derecho de la Universidad de Stanford en Califonia. @cataperezcorrea